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Mis relatos

En este rincón iré dejando los relatos que me van surgiendo además de mis novelas.

EL PROFESIONAL

- ¿Por qué no has concluido el trabajo? –le preguntó mientras se sentaba al otro extremo de la mesa de madera color miel. Sus dos ojillos lo escrutaban desde el fondo de sus cuencas. A penas parpadeaba. El rictus de su boca mostraba el descontento que sentía porque las cosas no se hubieran hecho ya, como se había acordado en un principio. Encendió un cigarrillo y el otro hombre vio una luz naranja y las volutas de humo ascender hasta el techo. Aspiró con gran pasión y después dejó que el humo saliera por sus fosas nasales. Aguardó pacientemente su respuesta. Sentado en el otro extremo de la mesa y franqueado por dos de los sicarios de Vince Carelli.- Estoy esperando –le apremió con un tono que discurría entre la impaciencia y el desdén.

- No he tenido una buena opción. Eso es todo –respondió.

Vince Carelli lo miró a través de la cortina de humo sin poder dar crédito a aquella respuesta. E incluso esbozó una leve sonrisa socarrona.

- ¿Me tomas por estúpido? –le preguntó arqueando sus cejas en clara señal de sorpresa o de disconformidad con la respuesta obtenida, mientras el otro hombre desviaba la mirada.- Nos dijeron que eras el mejor –le recordó señalándolo con los dos dedos que sujetaban el cigarrillo.- ¿Es mentira?

El hombre inspiró hondo antes de responder.

- No lo es.

- ¿Entonces? –le preguntó Vince Carelli con las palmas de sus manos hacia arriba exigiendo una explicación.

- Ya te lo he dicho. No he encontrado el momento.

Vince sonrió divertido mientras hacia una señal a uno de los sicarios. Éste agarró las manos del hombre y las sujetó con firmeza sobre la mesa pese a los esfuerzos que éste hizo por soltarse. Cuando vio que no tenía opción se relajó pero lanzó una mirada fría a Vince mientras éste avanzaba hacia él con parsimonia y con el cigarrillo humeante en su mano.

- Stephan.- Era la primera vez que se dirigía a él por su nombre.- Aceptaste las condiciones. Te pagamos lo convenido. Y nos prometiste que el trabajo estaría hecho en una semana. Pero han pasado casi tres y seguimos en el mismo sitio. No hemos avanzado nada.

Stephan intuía lo que Vince iba a hacerle, pero no conseguiría soltarse de las manos de aquellos dos tipos. Eran como grilletes alrededor de sus muñecas. Apretó los dientes con rabia mientras sus cabellos se arremolinaban sobre su frente. Vince fue acercando lentamente el cigarrillo hacia su mano derecha. Primero dejó caer un poco de ceniza caliente sobre ésta, para comprobar la reacción de Stephan; pero éste no pareció inmutarse por este gesto.

- Te hemos pagado seis mil euros como anticipo. Y no hemos recibido nada a cambio. Así no se hacen los negocios, Stephan –le recordó palmeándolo en la mejilla con cariño.

- Ya te he dicho...

- Sí, si –repitió Vince con gesto aburrido.- No me lo creo. Y como no me lo creo, es hora de que te refresquemos la memoria –le dijo acercando el cigarrillo a su mano.

Stephan sentía el calor sobre su piel, y como éste se hacía más intenso con el paso de los segundos. Su vista estaba concentrada en el cigarrillo que lentamente descendía sobre su mano, sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.

- ¿Recuerdas nuestro pacto? –le preguntó mientras apagaba el cigarrillo sobre la mano de Stephan, y éste apretaba los dientes con el firme propósito de ahogar su grito, y su llanto. El sudor perlaba su frente y recorría su cuerpo debido al nerviosismo que estaba experimentando. Vince parecía disfrutar con aquella tortura. Al cabo de breves segundos apartó el cigarrillo de la piel. Ahora quedaba el rastro de color rojo y negro de la ceniza. Vince lo encendió una segunda vez mientras Stephan tragaba.- Te daré una sola oportunidad. O acabas el trabajo esta semana; o nosotros los haremos. ¿Queda claro? –le preguntó esbozando una sonrisa cínica que encendió la sangre de Stephan. Éste asintió mientras cerraba los ojos y evocaba el rostro de Katrine. Abrió la boca para tomar aire, justo en el preciso instante en el que Vince volvía a apagar el cigarrillo sobre la otra mano de Stephan.

Terminada la pequeña tortura. Dos hombres de Vince lo levantaron de la silla. Uno de ellos lanzó una mirada hacia su jefe buscando su aprobación. Al momento el puño del individuo se hundía en el estómago de Stephan. Se dobló debido al fuerte impacto, mientras el otro esbirro lo pateaba en la espalda.

- Basta. No podemos estropear nuestra herramienta de trabajo. Dejadlo ya.

Vince se inclinó sobre Stephane, quien tenía dificultades para respirar. Tenía el rostro rojo, y los ojos parecían salírsele de las cuencas.

- Y recuerda. A finales de la semana quiero el trabajo hecho. O si no te mandaré un recadito –le dijo volviendo a palmearlo en la mejilla.- Sacadlo de aquí.

Los dos hombres lo levantaron del suelo y cargaron con él hasta la puerta tras la cual desaparecieron.

Stephan se levantó con cierta dificultad de entre los cubos de basura y cajas de cartón amontonadas sobre la pared. Los esbirros de Vince lo habían sacado a rastras por la puerta de servicio del restaurante que regentaba en Regent Street. Estaba en mitad del aturdimiento que le había provocado los golpes recibidos cuando sintió la vibración de su teléfono en el interior de su chaqueta de piel negra. Segundos después comenzó a sonar la melodía. Se apoyó contra la pared y flexionó las piernas para apoyar un brazo sobre sus rodillas. Los hombres de Vince Carelli lo señalaban con la mano desde el umbral de la puerta recordándole el trabajo que debía llevar a cado.

Stephan hurgó en el interior del bolsillo hasta dar con su teléfono. Levantó la tapa y exhaló un suspiro y una maldición al comprobar el nombre del comunicante.

- ¡Joder!

Durante unos segundos contempló el nombre que parpadeaba en la pantalla. Se aclaró la voz para que no notara que le dolían las costillas y el estómago debido a los golpes.

- ¿Sí?

- ¡Hola! Soy yo –le dijo una dulce voz de mujer que en aquel momento le acarició el oído como música celestial.

- ¿Qué tal? –preguntó Stephan tratando de parecer normal.

- Bien... bueno verás... me estaba preguntando si podríamos quedar para comer algo –le comentó mientras la voz de la mujer sonaba algo confusa.

Stephan meditó la respuesta durante unos segundos antes de decidirse. Al comprobar que tardaba, la muchacha le rogó con voz melosa.

- Oh... venga vamos. Lo prometiste.- Su tono se había vuelto más dulce y sugerente, y eso que ella no era de las que rogaban a nadie; y menos a un hombre. Pero Stephan...

- ¿Lo prometí? –le preguntó con gesto de incredulidad mientras se incorporaba y se ponía de pie.

- Sí. Prometiste que me llevarías a comer a un restaurante nuevo al final de Oxford Street.

- Eh, sí... sí es verdad. Tienes toda la razón del mundo. Oye sabes... Déjame algo de tiempo para cambiarme y arreglarme. ¿Quieres? –le comentó mientras se llevaba la mano al costado para repeler el dolor. “Seguro que tengo alguna costilla fracturada”, pensó.

- ¿Vas a arreglarte para mi? –le preguntó con una voz mezcla sensual y broma que hizo que Stephan cerrara lo ojos por unos instantes para no pensar en ella.- De acuerdo. ¿A qué hora quieres...?

- No, déjalo. Yo pasaré a recogerte –le interrumpió Stephan mientras tomaba aire y caminaba fuera del callejón.

- Estaré impaciente –le dijo en un susurro que a Stephan se le clavó en el interior de su pecho produciéndole una extraña sensación

- De acuerdo. Entonces a eso de la una... –le sugirió mientras echaba una mirada al reloj.

- Será perfecto. Nos vemos entonces. Cuídate.

- Sí...- dijo Stephane mientras pulsaba el botón de colgar y cerraba la tapa de su teléfono para volverlo a guardar.

Disponía de un par de horas para cambiar su aspecto para que ella no sospechara nada.

Cuando Stephan entró en su apartamento en Baker Street la cabeza le daba vueltas. Arrojó las llaves sobre el mueble de la entrada mientras respiraba hondo. Se despojó de su chaqueta y acto seguido comenzó a desabotonarse la camisa mientras se dirigía a la habitación. El espejo, que contenía el armario, le ofreció un reflejo nada reconfortante. Tenía un moratón en el costado izquierdo y cuando se pasaba la mano le dolía. Se palpó con cuidado intentando averiguar si tenía alguna costilla fracturada. Tras una larga y minuciosa exploración se quedó más tranquilo. No obstante llamaría a Richard para que lo viera en un momento. Se cambió de ropa pensando sin dejar de pensar en lo sucedido. Pero en vez de calmarse, sus pensamientos lo enfurecieron aún más. ¿Cómo había permitido que pasara? Siempre había sido frío como un témpano de hielo. Calculador como ningún otro. ¿Qué había salido mal esta vez? ¿Por qué no había podido cumplir su trabajo? Eliminar a su objetivo y desaparecer sin dejar rastro. Como en Praga, Viena, Berlín, París... ¿Qué diferenciaba esta vez de las anteriores? Caminó hacia el cuarto de baño. Necesitaba asearse y ofrecer una imagen distinta antes de pasar a buscarla. Ella. Sí. Ella era la causa. Ella era el motivo por el que no podía concluir su trabajo sin más.

Le había mentido. Se había inventado un pasado y un presente para acercarse a ella. Para conocerla un poco más; pero nunca quiso que aquello fuese a más. Aquel día. En la firma de libros en Watersmith. Nunca pudo imaginar que fuera tan atractiva. Ni que ella se fijara en él. Que congeniaran de repente de aquella manera. Como si se conocieran desde hacía mucho tiempo, o toda la vida. Dos mitades que habían permanecido separadas hasta que encontraron la parte que les faltaba para ser una. Nunca se le pasó por la cabeza... pero el destino es demasiado burlón y nos reserva infinidad de sorpresas en el camino. Y ella era la suya. Se metió en la ducha y dejó que el chorro de agua caliente cayera de plano sobre su costado remitiendo en parte el dolor. Apretó los dientes con furia mientras sentía la quemazón de la temperatura del agua. Se había pasado la mitad de su vida huyendo de una ciudad a otra. Llegaba, cumplía el encargo y desaparecía. Era un fantasma. Un espíritu errante. Hasta que llegó a Londres para su nuevo trabajo. Era uno más. Se había dicho así mismo que sería el último. Después lo dejaría. No quería seguir en el juego. Uno solo. Pero este último se había convertido en el más difícil de ejecutar. Y si tenía una cosa en claro era que no iba a hacerlo.

Stephane abandonó el apartamento a toda prisa. Quería visitar a su amigo y doctor Richard Jeffries antes de recogerla a ella. Llamó con insistencia al timbre de su consulta. Sabía que aquella mañana no estaría en el hospital de manera que todo sería más fácil. El propio Jeffreis abrió la puerta ante la insistencia de las llamadas. No le sorprendió ni lo más mínimo contemplar el rostro de Stephan allí en el descansillo. Ambos intercambiaron respectivas miradas de complicidad, pero también de preocupación. Stephan no esperó a que Jeffreis le concediera permiso para entrar, sino que se adentró en la casa sin decir nada, y sólo cuando escuchó el sonido sordo de la puerta al cerrarse y el comentario irónico de su amigo, se volvió.

- Buenos días Stephan. Adelante. Puedes pasar–le dijo mientras extendía sus manos a modo de invitación.

Stephan lo contempló unos segundos mientras asimilaba las palabras y la situación de su amigo. Resopló mientras se pasaba su mano por los cabellos que ahora le caían, aún mojados, sobre su rostro.

- Perdona. Siento presentarme así pero...

- Tienes mala cara. ¿Sucede algo? –le preguntó mirando con el ceño fruncido a su amigo al tiempo que se dirigía hacia él.

- He tenido un encuentro con Carelli –le respondió irónico mientras miraba de soslayo a Jeffreis.

- ¿El tipo de encuentro que yo creo? –le preguntó enarcando sus cejas en señal de deducción.

Stephan se limitó a asentir mientras sentía las punzadas de dolor en su costado.

- ¿Puedes echarme un vistazo?

Jeffreis asintió mientras en su rostro se reflejaba la preocupación por el estado de su amigo. Le indicó que pasara a la consulta. No había nadie de manera que no habría testigos de esa visita. Stephan lo siguió sintiendo una quemazón interna que parecía perforarle el pulmón.

- Dime donde te has tropezado –le dijo mientras no ponía buena cara al ver el golpe en las costillas.- ¡Joder, Stephan! – exclamó al ver como éste estaba completamente de color carmesí. Palpó aquella zona intentando averiguar si tenía alguna costilla rota. Stephan apretó los dientes para no dejar que el dolor saliera por su boca mientras intentaba pensar en Katrine.- Has tenido suerte amigo.

- ¿No hay fractura? –le preguntó sorprendido por este hecho.

- No. Parece ser que sabían como golpearte, ya que no tienes más que una contusión. ¿Vas a contarme ahora porqué ha sido?–le preguntó mientras se sentaba detrás de la mesa sobre la que había un montón de papeles esparcidos, una taza de café, y algunas fotografías de su familia.

- Carelli quiere que concluya el trabajo cuanto antes –le dijo después de unos momentos de silencio.

- ¿Y qué vas a hacer? –le inquirió Jeffreis mientras se reclinaba sobre el respaldo de la silla y entrelazaba sus manos para situarlas al momento sobre su mentón.

- No esperarás que lo cumpla –le dijo Stephan contrariado.

- No, claro que no. Por supuesto, pero entonces dime que vas a hacer. ¿Contarle la verdad? ¿Decirle quien eres en realidad?

- No lo sé. ¿De acuerdo? –protestó Stephan mientras golpeaba los brazos de la silla en la que estaba sentado. Su mirada se volvió hielo mientras la clavaba en su colega. Pero éste no se arredró ni lo más mínimo ya que conocía muy bien los arranques de furia de Stephan.- Lo único que debo hacer es ponerla a salvo.

- Para ello deberías contarle la verdad.

- ¿Tú lo harías?

Jeffreis sonrió maliciosamente.

- Sabes que no. Además yo me retiré a tiempo.

- Sí, lo recuerdo. Acabaste con el afamado Scorpio, y te convertiste en el doctor Jeffreis. Te casaste y formaste una familia –resumió con ironía Stephan.

- Tú podrías haberlo hecho también; pero siempre te ha cegado tu ambición y tu ego –le dijo inclinándose hacia delante mientras fijaba su mirada en su amigo, quien le devolvió la suya llena de ira.-Sí, no me mires de ese modo porque sabes que no miento. Te invité a retirarte conmigo, pero preferiste seguir y ahora te encuentras en una encrucijada de la que no sabes como salir, amigo.

- No puedo cumplir el trabajo. No puedo –se decía sacudiendo su cabeza.- No estaba en mis planes esto –le explicó señalando al vacío.

- Enamorarte de tu objetivo –susurró Jeffreis.

Al escuchar aquellas palabras Stephan levantó la mirada hacia éste buscando una solución.

- Si no acabas tú el trabajo, Carelli mandará a otro que lo haga. Sabes como se las gasta. Y si no vas a hacerlo tú, sácala a ella de todo esto.

- Si le cuento la verdad la pierdo.

- Y si no se lo dices también. Carelli no hace rehenes.

- Pero, ¿cómo puedo...? –se preguntó mientras se mesaba los cabellos y pareciera que fuera a arrancárselos.

- El destino puede ser muy cruel en ocasiones.

El tráfico se encontraba en su momento álgido cuando Katrine abandonaba su despacho en la comisaría del centro. Vestía un traje de chaqueta y pantalón en gris perla sobre el fondo blanco de su camisa. Sus cabellos castaños ondeaban libres, al viento del mediodía, cayéndole sobre sus hombros. Charlaba de manera informal con un agente cuando Stephan divisó su silueta entre la multitud. Elegante. Distinguida como ninguna. Sensual. Atractiva. Recordó el poder de sus ojos de hechicera la primera que la conoció en la firma de libros en Watersmith. Desde ese momento supo que el trabajo iba a ser muy difícil de llevar a acabo. Y más cuando comenzaron a coincidir en acontecimientos sociales. Siempre la buscaba y estaba donde ella iba. Era como si el destino le hubiera estado esperando para unirlos. Pero, ¿por qué tenía que ser ella? ¿Por qué aquella hermosa mujer que le sonreía en aquellos momentos al verlo aproximarse? Stephan no podía quitársela de la cabeza pese a que lo había intentado en numerosas ocasiones. Y cuando ella lo invitó a su apartamento aquella noche supo que desde ese momento algo iba a cambiar.

- ¿Cómo se encuentra mi escritor favorito?–le preguntó con una sonrisa en sus labios tan seductora y tan cautivadora que Stephan tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para contenerse.

- Bien... ¿llevas mucho tiempo esperando? –le preguntó éste de manera trivial mientras la miraba fijamente a los ojos y se sumergía en la profundidad de éstos.

- Lo cierto es que he estado algo atareada hasta el último momento –le respondió mientras juntos caminaban hacia Regent Street. A ella no le gustaba mostrarse cariñosa con él en público. Debía guardar las apariencias. Sin embargo sabía muy bien como hacerle ver que la tenía en una nube. Sus ojos titilaban de emoción cada vez que lo miraba, y aprovechaba cualquier momento y disculpa para que sus manos se encontraran de manera furtiva. Que sus cuerpos se rozaran.

- ¿Sigues con el caso Carelli? –le preguntó de manera casual.

- ¿Acaso estás pensando en escribir una novela sobre el crimen organizado? –le preguntó mirándolo con sorpresa pero con gran complicidad mientras cruzaba los brazos sobre su pecho.

- ¿Quién sabe? ¿O una novela trágica?

- ¿Trágica? ¿A qué te refieres? –le preguntó Katrine sorprendida sin comprender aquella definición. Él había triunfado con una novela histórica repleta de aventuras y sentimientos. Por ese motivo había querido conocerlo. Le había encandilado con su forma de escribir, y de expresar emociones.

- He estado dando vueltas en la cabeza a la trama de mi siguiente novela.

- Vaya, eso si que es interesante. ¿Me concederás la exclusiva? –le preguntó guiñándole un ojo al mismo tiempo que se detenía delante de la entrada del restaurante, y Stephan le abría la puerta para que entrara.

Un hombre de uniforme se les acercó para guiarlos hasta una mesa algo apartada e íntima. Stephan trataba por todos los medios que ella no se percatara de su dolor físico. Se acomodó en la silla mientras no dejaba de mirarla fijamente. ¡Dios aquella mujer que ahora se sentaba delante suyo era tan exquisita, tan femenina pese a la Glock de nueve milímetros que llevaba consigo. Pero él mejor que nadie sabía como era Katrine en la intimidad. Tan dulce. Tan provocativa. Tan sensual...

- Ibas a contarme lo de tu nueva novela –le señaló mientras lo miraba por encima de la carta del menú.

- Oh, sí claro –murmuró Stephan.- Bueno, se me ha ocurrido que mi personaje principal sea un asesino a sueldo contratado por la mafia.

- Uuuuuuh –murmuró Katrine abriendo sus ojos al máximo para que Stephan percibiera el brillo que éstos irradiaban en su compañía.- ¿Y a quién ha de eliminar? –le preguntó intrigada pero con algo de ironía en su tono que a Stephan le revolvió las entrañas.

- A la agente de policía encargada del caso-se limitó a decir de pasada escrutando en cada momento como el rostro de ella pasaba del asombro inicial a la preocupación.

- Vaya...

- Pero al final no puede hacerlo –se apresuró a decir Stephan al tiempo que el camarero vertía vino en su copa para que lo degustara. No apartó su mirada de Katrine ni un solo instante mientras saboreaba el vino.- Pruébalo.

Katrine sonrió agradecida por el detalle, aunque en su mente la idea de la trama de Stephan había calado más hondo de lo que éste se podía imaginar. A penas se percató del sabor del vino y se limitó a asentir como un autómata.

- ¿Y qué sucede al final? –le preguntó con voz distraída.

- Le estoy dando vueltas. Él no puede acabar con ella porque se ha dado cuenta de que se ha convertido en una parte importante de su vida, sin saber como –le susurró mientras la miraba fijamente y sentía que el pulso se le aceleraba.

- ¡Qué irónico! ¿Y ella? –le preguntó en un susurro mientras un escalofrío le recorría la espalda.

Stephan sabía que aquella pregunta era inevitable. Respiró hondo e intentó que el nudo que atenazaba su garganta se deslizara hacia su estómago, mientras su mano buscaba la de ella para rozar sus dedos. Katrine los sintió y como una especie de calambre ascendía por su brazo poniéndola más nerviosa.

- También se ha enamorado perdidamente de él.

- Claro, que tonta he sido al hacerte esa pregunta. ¿Sin saber quien es en realidad? –le preguntó acto seguido frunciendo el ceño e inclinándose sobre la mesa para que Stephan se dejara envolver por el aroma de su perfume.

- Exacto –asintió Stephan antes de que pidieran sus respectivas comidas al camarero.

- ¿Por qué no se lo ha dicho en un principio? Ella podría ayudarlo a salir de esa situación –le dijo algo furiosa Katrine ya que por un momento se vio en el papel de ella.

- Porque si se lo confiesa la pierde.

- ¿Tu crees eso? –le preguntó intrigada por su reacción.

- ¿Qué otra salida tiene? La ha utilizado. Se ha acercado hasta ella para conocerla, estudiarla, saber como actúa, como piensa...

- Y cómo ama –apuntó Katrine tomando la copa de vino en sus manos para saborear el contenido de ésta.

- Sí, también –asintió Stephan algo incómodo por la conversación.

- ¿Y sino lo hace? –le preguntó con asombro.-Me refiero a no contarle la verdad.

- Seguramente también lo abandone. ¿De verdad piensas que si tú supieras que eres el objetivo de un asesino a sueldo, que además es tu... amante –dijo finalmente después de unos instantes en lo que buscó la palabra adecuada para definirse así mismo- te quedarías con él aún sabiéndolo?

Durante unos segundos ninguno de los dos dijo una palabra. Se limitaron a contemplarse mientras el camarero les servía. Katrine se sentía extrañamente agitada ante esa historia. Tras esos momentos en los que una fina cortina de tensión se había desplegado ante ellos, Stephane continuó:

- Es sólo ficción...

Katrine le lanzó una mirada extraña a Stephan. Por primera vez desde que se habían conocido un sentimiento de duda la asaltó. ¿Quién era él? Un escritor que había saltado a la fama con su primera novela. Pero, ¿por qué se había acercado tanto a ella? ¿Por qué la había perseguido por todos los acontecimientos sociales? “No, no. Alto. Estoy paranoica. Es el hombre de moda en Londres. Es lógico que lo inviten a todas partes”, se dijo en un intento por convencerse así misma. Sin embargo, lo investigaría en cuanto regresara a la oficina.

- ¿Es por eso por lo que quieres que te cuente como va el caso Carelli? –le preguntó antes de llevarse a la boca una porción de lasaña.

- Digamos que necesito documentarme. Eso es todo. Saber como funciona una familia; que pasos seguís... –le respondió sonando como algo casual e informal.

- Un momento, un momento –le interrumpió algo irritada Katrine mientras su mirada reflejaba cierta frialdad.- Yo no puedo pasarte información –se disculpó algo molesta por la historia de su novela.

- No te estoy pidiendo que lo hagas sólo que...

- Acabas de pedirme que te cuente como funciona una de las familias más relevantes del crimen organizado en Londres, y los progresos que hacemos para detenerlos, eso, o yo he entendido mal –le espetó algo furiosa mientras lo fulminaba con su mirada entrecerrando sus ojos. Cogió la servilleta y se limpió los labios mientras seguía mirándolo fijamente sin comprender porqué demonios se había comportado con él de esa manera.

- Está bien, está bien. No he dicho nada –se disculpó Stephan levantando las manos en señal de rendición mientras trataba de suavizar la conversación. Pero Katrine no estaba dispuesta a seguir. Algo en su manera de conversar o en la forma de dirigirse a ella había hecho que saltaran todas sus alarmas.

- Tengo que regresar a la oficina –le dijo de repente mientras se levantaba de su silla y Stephan la contemplaba con la boca abierta y su rostro reflejaba la incredulidad del momento.

Katrine dejó un par de billetes sobre la mesa antes de lanzarle una última mirada.

- Yo invito.

- Pero... Katrine –la llamó mientras se levantaba de la mesa en su busca. Cuando salió a la calle ella había parado un taxi y se subía en éste ante la atónita mirada de Stephan.- ¡Maldita sea!–masculló mientras veía al taxi perderse en el flujo de la circulación.

Cuando Katrine regresó a la comisaría lo primero que hizo fue llamar al agente Dalton Estaba furiosa con Stephan y eso quedaba claro a juzgar por la forma de recorrer su despacho, y el gesto de su rostro.

- No te lo vas a creer –exclamó el agente entrando como un huracán.

Katrine seguía cabizbaja sin hacer caso a su colega ni siquiera cuando éste siguió hablando. Estaba absorta en sus propios pensamientos. Y éstos tenían como centro Stephan.

- Adivina a quien hemos pillado –le dijo mientras se sentaba y agitaba un sobre de color claro.- Katrine, ¿me estás escuchando?

- Sí, sí claro –se disculpó ésta mientras se mesaba los cabellos y trataba de centrarse en la información que Dalton poseía.

- ¿Te encuentras bien? –le preguntó éste entrecerrando sus ojos mientras escrutaba el rostro de la inspectora jefe del departamento de lucha contra el crimen organizado.

- Sí, claro. Sólo algo cansada –se disculpó ésta tratando de centrar su atención en Dalton.- Dime, ¿qué has averiguado?

- Bien, como acordamos hemos estado siguiendo a diversos miembros de la familia Carelli, y a sus colaboradores más directos. Pues adivina a quien hemos pillado –le explicó con una sonrisa de triunfo en su rostro mientras le tendía el sobre.

Katrine lo miró escéptica mientras tomaba éste en sus manos y procedía a ver su contenido. Se trataba de varias fotografías tomadas en plena calle y en las cuales aparecía Vito Santangelo en compañía de diversos hombres. Katrine pasó las fotografías una por una hasta que el corazón le dio un vuelco al detenerse en una en cuestión. Intentó por todos los medios que Dalton no percibiera sus nervios, y la impresión que le había causado ver a Stephan charlando amistosamente con Santangelo.

“Dios mío”, pensó mientras sentía un escalofrío recorriendo su espina dorsal, y como el estómago se le encogía por momentos.

- Veo que te has quedado de piedra –le dijo Dalton señalando la fotografía en cuestión.- Yo también me estoy haciendo la misma pregunta. ¿Qué relación hay entre el famoso escritor Stephan Deveraux y Santangelo?

Katrine intentó respirar hondo pero sintió que le faltaba el aire. Arrojó la fotografía sobre la mesa donde reposaban las demás y miró a Dalton de pasada mientras se levantaba de su sillón.

- ¿Has logrado averiguarlo? –le preguntó mientras cruzaba los brazos sobre su pecho de manera nerviosa.

- He hecho algo mejor –le respondió Dalton sonriendo de felicidad ante su superior. Katrine lo miró en silencio esperando que continuara.- Tenemos a Santangelo aquí al lado para interrogarlo.

Katrine abrió los ojos al máximo permitiendo a Dalton contemplar su luminosidad ante aquella confesión. Apretó las mandíbulas y sintió una espiral de emociones encontradas en su interior. Reunió el aplomo suficiente para enfrentarse a la situación que se le venía encima.

- Quiero interrogarlo –le informó a Dalton con voz fría y cortante.

Dalton sonrió mientras abría la puerta del despacho para que ella pasara. Luego recogió las fotografías.

- Después de ti.

El cuarto destinado a los interrogatorios era oscuro. Una simple bombilla pendía del techo arrojando su haz de luz sobre el hombre que fumaba de manera ávida. Una espesa cortina de humo flotaba alrededor de su rostro impidiendo ver sus rasgos. Katrine abrió la puerta con determinación. Estaba crispada por todo lo que sucedía a su alrededor, y más lo que concernía a Stephan. No podía creer, o mejor dicho, no quería creer que tuviera alguna conexión con el crimen organizado. No, se dijo en el interior de su cabeza, él no. Se acercó con paso firme hasta Santangelo, quien la miró durante unos segundos sin decir nada. Se limitó a seguir fumando.

- Apaga el cigarro –le ordenó Katrine con voz fría.

Santangelo se rió de esta orden, lo cual exasperó a Katrine, quien no estaba de humor en aquellos momentos.

- Si no lo apagas lo haré yo. Y no quieras saber lo que emplearé como cenicero –le dijo inclinándose sobre él con una mirada de advertencia que pareció dar resultado.

Santangelo arrojó el cigarrillo al suelo y lo pisó mientras miraba a Katrine con desprecio.

- Eso está mejor. Y ahora vamos al tema –le dijo mientras le mostraba las fotografías, que Santangelo ignoró en un principio.- Tenemos estos recuerdos tuyos. Vamos a ver si nos dices lo que queremos saber y no nos haces perder el tiempo –le comentó con ironía.- ¿Quién es éste? ¿Y qué relación tienes con él?

Santangelo lanzó una mirada de ignorancia a Katrine, pero ésta no esperó más y agarrándolo por los cabellos lo obligó a contemplar la fotografía. Dalton quiso intervenir pero la mirada de furia de su superiora lo detuvo.

- No diré nada si no está mi abogado.

- No tenemos tiempo de manera que empieza–insistió Katrine.

- Entonces no diré nada.

- Tú dinos que hay entre tú y este tío y luego llamaremos a tu abogado.

Santangelo miró a ambos agentes sin saber si debería creerlos. Cuando vio que el gesto del rostro de Katrine se suavizaba volvió la mirada a la fotografía.

- Este tío es Sebastien.

- ¿Es su verdadero nombre? Porque yo lo conozco como Stephan Deveraux, el escritor.

- Es uno de sus varios alias.

- ¿Alias? ¿Acaso tiene más? –le preguntó cada vez más sorprendida mientras sentía que el estómago se le revolvía.

- En cada trabajo emplea uno distinto.

- ¿Cuál es su trabajo?- La pregunta salió de los labios de Katrine por sí sola aunque intuía a qué se dedicaba.

- Es un profesional.

- ¿Puedes especificar algo más? –preguntó Dalton mientras Katrine cerraba los ojos y sentía que su interior se derrumbaba.

- Cobra por eliminar a quien estorba a la familia –le respondió con toda calma.

Katrine sintió náuseas al escuchar aquellas palabras, pero se mantuvo firme en su puesto. No podía permitirse ni un solo gesto de debilidad en estos momentos.

- ¿Te estás refiriendo a que es un asesino a sueldo? –le preguntó Dalton aclarando un poco más la profesión de éste.

- Sí, eso es –le respondió sin ganas Santangelo entre risas.

- ¿Qué hace aquí? –volvió a intervenir Katrine tratando de serenarse.

- Tiene un objetivo.

Katrine tenía la garganta seca y la lengua se le trabó en la siguiente pregunta.

- ¿Quién?

- No puedo decirlo –le respondió escogiéndose de hombros.

- Escúchame, sí no colaboras no hay trato –le recordó Katrine mientras sentía la sangre hervir en sus venas.

- No lo sé, coño –protestó Santangelo mirando a ambos agentes.- No tengo ni idea.

Katrine se apartó del detenido con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos de sus pantalones grises. Le daba vueltas a las respuestas de Santangelo, pero de inmediato recordó lo que había hablado durante la comida con Stephan, si podía llamarlo así. La trama de su nueva novela. Sintió un sudor frío impregnar las palmas de sus manos, así como recorrer su espalda. Hacía calor en la sala de interrogatorios, pero ella sabía perfectamente que no era precisamente el calor lo que la hacía sentir de aquella manera. Miró a Dalton por unos instantes mientras su corazón latía desbocado y la sangre corría por sus venas como lava candente.

- Sigue tú –le dijo mientras se dirigía a la puerta de la sala de interrogatorios. La abrió y desapareció detrás de ésta.

Dalton la contempló mientras se marchaba algo aturdido por lo sucedido. Luego se volvió a Santangelo y prosiguió el interrogatorio.

Katrine abandonó el departamento sin decir nada a nadie. No tenía porqué hacerlo. Además, por otra parte, no tenía estómago para hablar con nadie después de lo visto y oído en la sala de interrogatorios. Stephan. Su Stephan era un profesional del hampa. El hombre que la había encandilado con sus palabras; con sus miradas; con sus besos; con sus caricias. El hombre a quien había abierto por fin la puerta de una relación tras los estrepitosos fracasos vividos, era un asesino a sueldo. Le había mentido. La había utilizado. Y ella como una estúpida había caído en las redes que éste le había tendido. ¡Joder!, pensaba mientras caminaba furiosa por Regent Street sin dirección fija. Se detuvo de repente. Respiró hondo mientras sus manos descansaban sobre sus caderas. Cerró los ojos en intentó imaginar algo que no tuviera que ver con él. Pero por desgracia estaba demasiado enganchada a Stephan. La piel se le erizó por un momento al recordar como sus labios la habían recorrido despertando sentimientos ya olvidados por ella; como sus manos habían trazado a la perfección el contorno de su silueta haciéndola vibrar como las cuerdas de una guitarra española. Como había conseguido arrancar profundos gemidos de placer la noche que ambos saciaron sus instintos más carnales. Sentía que él la mantenía suspendida en una nube de la que no quería bajarse. Y repente no sólo no se había bajado, sino que se había dado de bruces contra el suelo. Tras meditarlo unos segundos decidió ir en su busca y aclararlo todo. Pero, ¿qué haría? ¿Iba a detenerlo? ¡Por todos los demonios! Era él. El hombre que... cerró lo ojos pues sintió que éstos se tornaban vidriosos por un momento. Se mordió el labio inferior con tanta rabia que pronto notó el sabor de su sangre. El hombre que amaba, se dijo finalmente. Salió a la carretera y levantando el brazo consiguió parar un taxi. Iría a verlo si lo encontraba en su apartamento de Baker Street. Y luego el destino decidiría si debía detenerlo o dejarlo marchar. Aunque su obligación como agente de la Ley no le dejaba mucho margen para decidir.

Stephan estaba sentado sobre a la mesa de trabajo. Su portátil estaba encendido y él tecleaba mientras intentaba apartar de su mente a Katrine. Pero le era imposible concentrarse en algo diferente a ella. Con un gesto de rabia bajó la tapa de su ordenador con furia, mientras apretaba los dientes y cerraba los puños hasta que los nudillos palidecieron. Sabía que ella no tardaría en averiguarlo, y porqué no... vendría a detenerlo o incluso meterle un tiro y acabar con todo. Lo cierto es que en parte lo deseaba por haberla traicionado; pero por otra parte sabía que debía seguir vivo para protegerla. Carelli no se andaba por las ramas. La perseguiría hasta que su cuerpo apareciera flotando en el Támesis o en algún callejón oscuro en mitad de los contenedores de basura. ¿Por qué todo debía ser tan difícil? Por un instante se quedó absorto en sus pensamientos. Hasta que el timbre de la puerta lo devolvió a la realidad. Reaccionó de manera ágil. Se levantó de la silla y se revolvió como una fiera en busca de su arma. No se fiaba de los esbirros de Carelli. Con ella en la mano se encaminó hacia la puerta: por fortuna la moqueta amortiguaba sus pasos y la persona al otro lado de la puerta no podría saber si se encontraba en casa o no. Se acercó sigilosamente hasta ésta y tras echar un vistazo por la mirilla el pulso se le aceleró hasta límites insospechados. Él, que siempre había sido frío y calculador como ningún otro, de repente sentía que su cuerpo se convulsionaba preso de una agitación extrema. Se apoyó de espaldas contra la puerta y cerró los ojos crispado por la situación. Mientras el timbre seguía sonando. Debía actuar de manera rápida e inteligente. Se guardó el arma en la parte posterior de sus pantalones y abrió la puerta.

Al momento sintió toda la rabia y la ira de aquella persona arrojarse contra él. Una par de manos se posaron en su pecho empujándolo hacia atrás mientras él trataba de no perder el equilibrio.

- ¡Hijo de puta! –chilló Katrine cerrando la puerta de una patada y sin pensarlo dos veces esgrimió su arma ante él.

Stephan lo entendió todo al momento. Ella lo había descubierto. Ya no tendría que explicárselo. Tal vez la había subestimado al no querer confesarle toda la verdad. Pero había olvidado quien era y lo medios que tendría a su disposición para averiguarlo. El aturdimiento en el que había estado inmerso las últimas semanas por culpa de ella lo había hecho descuidar su trabajo. Stephan levantó las manos hacia arriba dándole a entender que no iba a presentar batalla. No podía. No quería. ¡Joder, delante de él se encontraba la mujer más maravillosa que había conocido en su vida! Pero lo estaba apuntando con una Glock. Sus ojos relampagueaban de furia. Sus cabellos revueltos sobre su rostro le otorgaban un aspecto fiero, pero provocador y sensual a la vez. Mantenía los labios abiertos mientras inspiraba profundamente.

- Lo sabes –murmuró Stephan con gesto abatido.

En ese momento Katrine luchaba contra sus sentimientos de mujer y su deber como agente de la ley. Sentía que las piernas le flaqueaban y que su pulso no era el adecuado para sostener un arma. La veía danzar en sus manos. Sus ojos se tornaron vidriosos mientras trataba por todos los medios de contener el llanto.

- ¿Cuándo se suponía que ibas a contármelo?–le preguntó mientras se plantaba delante de él dispuesta a golpearlo una segunda vez.- Me he enterado por casualidad. Cuando uno de mis hombres me ha enseñado unas fotografías de ti junto a Santangelo.- Stephan la miró con dolor. Sintiendo que el alma se le desgarraba por momentos. La había perdido. No había duda de ello. Vio como las lágrimas afloraban a sus ojos y ahora caían libres y raudas por sus mejillas.

Stephan hizo ademán de acercarse a ella pero Katrine lo detuvo.

- No te acerques o juro por Dios que te meto un balazo –le espetó mientras tiraba hacia atrás del percutor.

- Tal vez sea lo mejor. Adelante hazlo y me evitarás el dolor de verte sufrir. ¿A qué esperas Katrine? –le preguntó con la voz serena.- Apunta directa aquí –le indicó llevando su mano hacia el lado izquierdo de su pecho.- Al menos la última imagen que tendré de esta vida serás tú.

Katrine lo miraba entre el velo de lágrimas que ahora eran sus ojos. Los cerró por un momento deseando que aquello fuera solo un sueño. Una pesadilla. Y que al volverlos a abrir Stephan no estuviera allí de pie frente a ella. Pero nada más lejos de la realidad.

- ¿Por qué? –susurró mientras sentía que el arma le pesaba en sus manos.- ¿Por qué yo?

- Porque te has adentrado demasiado en la familia Carelli. Pero yo nunca...

- ¿Nunca qué? ¿Vas a decirme que no pensabas matarme? –le preguntó agarrándolo de la camisa mientras sus cuerpos se quedaban apretados, y Katrine sentía que seguía ejerciendo ese mágico poder de atracción sobre ella.

- Sí. No puedo...

- No vengas con argumentos de novelas. Esto no es ficción. ¡Joder! ¡Es la puta realidad! Eres un criminal. Un profesional. Un mercenario dispuesto a matarme por... ¿cuánto te han pagado? ¿Cuánto vale mi vida? –le preguntó soltándolo al tiempo que alzaba la voz en un intento de intimidarlo, o de arrojar contra él toda su furia e impotencia.

- Tu vida es demasiado valiosa para mi Katrine.

- No me vengas con palabras dulces Stephan. ¿O debería llamarte Sebastien? ¿O qué alias prefieres? Ya que no sé ni como te llamas. Santangelo ha confesado. Nos ha hablado de ti. Imagina como me he sentido cuando... ¡Dios! –Katrine apartó el arma pues el dolor que le oprimía el pecho era exagerado en esos momentos. Estaba destrozada. Devolvió el percutor a su sitio y la bajó al mismo tiempo que se derrumbaba en su interior. Había confiado en un hombre después de sus malas experiencias, y ahora volvía a repetirse la misma historia. Otra vez volvía a darse de bruces con la realidad. Otra vez la tiraban después de haberla utilizado.

Stephan consiguió acercarse hasta ella y rodearla con sus brazos. Pero Katrine se apartó revolviéndose como una pantera.

- ¡No me toques! –le chilló mientras sus ojos centelleaban de furia.

- Déjame explicarte.

- ¿Explicarme qué? ¿Qué eres mi verdugo? ¿Cuándo tenías pensado hacerlo? Dime, cabrón –le espetó en su rostro mientras se encaraba con él sintiendo que su interior estallaba en mil pedazos. Le propinó una bofetaba que Stephan encajó con normal naturalidad. Todo lo que le dijera y le hiciera se lo tenía merecido. Incluso si le pegaba un tiro.

- Nunca pensé en acabar contigo.

- ¿Eso era antes o después de que me follaras? –le preguntó agitada

Stephan cerró los ojos mientras tomaba aire antes de responderle.

- Confundes las cosas Katrine.

- ¿No me digas? –le preguntó con ironía. Poco a poco comenzaba recuperarse y se sentía con suficientes fuerzas como para volver a atacar.- No me creo tus palabras de cariño, ni tus caricias, ni tus besos. Todo era una farsa para acercarte a mi –le dijo sintiendo nauseas y su mirada se tornaba fría con el cañón de la pistola que aún tenía en su mano.

- No es cierto y lo sabes –le espetó mientras sujetaba por los brazos. Clavó su mirada en la de ella.- Si no he podido hacerlo es porque de alguna manera te has convertido en alguien importante en mi vida.

- No te creo –le espetó soltándose de él.- Es más, ¿no irás a decirme que no me has matado porque te has “enamorado” de mi? ¿Y si no lo hubieras hecho? –le preguntó abriendo sus ojos al máximo.

- Tampoco –susurró él sin perderle la cara a Katrine, quien seguía desafiándolo con su mirada.

Durante unos segundos ninguno dijo nada. Ambos intentaban tranquilizarse. Recoger sus pedazos e intentar unirlos para seguir adelante. Pero sería difícil.

- Puedo entregarte a la familia Carelli.

- Apuesto a que sí –le dijo en un tono lleno de sorna- Dime, por eso me comentaste lo de tu novela esta mediodía. Porque era como la vida misma. Estabas contándome lo que pasaba entre nosotros dos...

Stephan asintió.

- No sabía como hacerlo de manera que...

- Que te inventaste una pantomima para ver como reaccionaba –le dijo encarándose con él.

- ¿Qué querías que hiciera?

- ¡Decirme la verdad, coño! –exclamó mientras agitaba los brazos en alto.

- ¿Habría servido de algo?

Katrine lo miró en silencio. Su corazón latía desbocado en el interior de su pecho. Le producía un dolor intenso en las costillas oprimiéndola. Sentía que le faltaba la respiración. Se pasó la mano por su rostro para borrar el trazo de las lágrimas.

- Confiaba en ti Stephan –le dijo llamándolo por su nombre sin saber si éste era el verdadero.

- Puedes seguir haciéndolo.

- Creo que no –le dijo volviéndose hasta quedar de espaldas a él. Durante unos segundos permaneció en silencio. Respirando hondo hasta que pronunció las fatídicas palabras- Quiero que salgas de mi vida. No quiero volver a verte. No voy a detenerte a condición de que nunca más vuelva a verte –le dijo reuniendo todo el valor que en esos momentos le faltaba. No quiso girarse para mirarlo pues si lo hacía sabía que no podría cumplir lo que en esos momentos se estaba prometiendo así misma. Olvidarlo.

Stephan inspiró mientras contemplaba a Katrine mirando en esos momentos por la ventana de su apartamento.

- En mi ordenador tienes toda la información sobre Carelli y sus negocios –le dijo mientras recogía lo necesario.- En cuanto sepa que no he acabado el trabajo mandará a otro detrás de ti. Pero si usas esa información conseguirás encerrar a toda la familia. Ahí tienes nombres, fechas, lugares, socios. Todo lo que necesitas. Por favor, úsalo.

Katrine lo escuchó ir de un lado para otro mientras le hablaba, pero en ningún momento se volvió para mirarlo.

Cuando Stephan recogió sus pertenencias, que no eran muchas, se acercó hasta ella. Katrine lo sintió a su espalda. Sintió su aliento en su nuca. Quiso tocarla. Estrecharla en sus brazos. Besarla y acariciarla como había hecho con ella. Hacerle ver que sentía por ella lo que le había transmitido en la intimidad.

- Perdóname –le susurró provocando que la piel de ella se le erizara de manera rebelde. Maldijo a su cuerpo por reaccionar de aquella manera. Por no saber controlar sus sentimientos. Por dejarse arrastrar por ellos. Quería volverse hacia él y abrazarlo y besarlo. Dejar que la desnudara y recorriera con sus manos y sus labios cada centímetro de su piel. Cada recoveco de su cuerpo. Que le susurrara palabras tiernas y la arrullara contra su pecho una vez más. Pero se mantuvo firme y distante hasta que escuchó que la puerta se cerraba.

Durante varios minutos Katrine no se apartó de la ventana. Con los brazos entrelazados alrededor de su estómago y las lágrimas deslizándose suavemente por sus encendidas y acaloradas mejillas, vio a Stephan cruzar la calle. Su pulso se aceleró hasta cotas insospechadas. Quiso abrir la ventana para llamarlo, pero el nudo que se había formado en su garganta la oprimía demasiado como para poder articular una sola palabra. Una mano había recorrido la distancia entre ella y el manillar de la ventana, pero al final se quedó pegada al cristal mientras, el llanto se hacía más acusado. Cerró los ojos mientras su mano parecía querer tocarlo, retenerlo allí en mitad de la calle. Katrine apoyó la frente sintiendo el frío del cristal mientras sollozaba justo en el momento en el que Stephan volvía el rostro hacia la ventana. Quería saber si ella estaría allí. Algo en su interior le decía que sí. Que se volviera para contemplarla. Y allí estaba. Con la cabeza gacha presa de una tristeza imborrable. Stephan apretó las mandíbulas en un gesto que denotaba su rabia. Inclinó la cabeza y la sacudió intentando hacerse ver que era lo mejor. Después volvió a la levantar la mirada en dirección a la ventana, pero Katrine no estaba. Había corrido la cortina. Stephan se giró y emprendió su camino ajeno a todo aquello que no fuera ella.

En el interior del apartamento Katrine se disponía a cotejar la información que Stephan le había dejado. En un principio su orgullo de mujer dolida y herida prevaleció sobre el sentido común, o del deber como agente de la ley; pero finalmente se impuso la lógica y se sentó en la misma silla que él había ocupado momentos antes. Recorrió con sus manos la mesa, el ordenador, los objetos que aún permanecían allí y que le recordaban a Stephan. Finalmente levantó la tapa de su ordenador portátil y se dispuso a leer todo el material que él tenía grabado. El icono de una carpeta con el nombre de Carelli era el único que prevalecía sobre el escritorio del ordenador. Hizo clic con el ratón y al momento se desplegó una cantidad de documentos inimaginables por ella. Comenzó a entrar en varios de ellos al azar. Aquello era un pozo sin fondo: había fechas de operaciones llevadas a cabo por la familia; nombres, direcciones, teléfonos de contactos, peces gordos de otras familias, gente importante de la sociedad y de las finanzas. Con cada documento que abría su sorpresa era mayor. Pero, ¿cómo había recabado toda aquella información? ¿Se necesitarían años para ello? No podía haberlo hecho en un solo año... ¿Qué escondía Stephan? Con el ceño fruncido se inclinó sobre la pantalla para seguir leyendo. Si presentaba todo este material sin duda la redada sería de magnitudes inimaginables, y un buen puñado de personalidades iban a tener mucho que decir.

Katrine se despojó de la chaqueta y se puso cómoda mientras leía y leía documentos interminables. En un momento dado se preparó una taza de café para soportar horas y horas, pegada al ordenador. Después de varias decidió darse un descanso. Se dio una ducha para desentumecer sus agarrotados músculos. La tensión iba desapareciendo lentamente. Sin embargo, el dolor en el lado izquierdo era constante. Paseó su mirada por el apartamento de Stephan. Se dio cuenta que lo había echado literalmente de su propia casa, y él no había protestado. Recorrió éste fijándose en cada detalle. No hacía mucho tiempo que lo conocía pero había dejado su toque personal en algunos aspectos. Su mirada recorrió las estanterías repletas de libros. Pareció interesada en saber cuales eran sus lecturas, cuando el ejemplar de su novela Dangerous Love cayó al suelo al mismo tiempo que ella extraía el que estaba a su lado. Se agachó para recogerlo y al momento sintió una fuerte sacudida en todo su cuerpo. Lo volvió para contemplar su rostro sonriente, y Katrine tuvo que desviar la mirada de éste.

- ¿Qué haces aquí? –le preguntó Jeffreis al encontrarse con Stephan nada más abrir la puerta.

- Lo sabe –le respondió resoplando mientras contemplaba como Jeffreis ponía cara de asombro y le abría del todo la puerta para dejarlo pasar.

- No temas. He terminado la consulta por hoy. Mi enfermera acaba de irse –le informó mientras lo conducía una vez más a su despacho.

- Cogieron a Santangelo, y éste confesó todo cuando le enseñaron una fotografía mía con él.

Jeffreis emitió un silbido de sorpresa antes de sentarse.

- Lo sabía. Sabía que te acabarían pillando. ¿Cómo te has descuidado hasta el punto de dejarte fotografiar? –le preguntó sin salir de su asombro.

- No lo sé.

- Te has centrado en Katrine, pero no como un objetivo, sino como mujer –sentenció.

- Tienes razón. No voy a negarlo –comentó un abatido Stephan sin poder encontrar las palabras adecuadas.

Jeffreis sacudió la cabeza sin poder dar crédito a lo que estaba pasando.

- ¿Y ella? ¿No te ha arrestado? –le preguntó perplejo por verlo ahora allí sentado.

Stephan negó con la cabeza mientras cerraba los ojos y apoyaba su mano sobre su frente.

- ¿Qué piensas hacer?

- Acabar el trabajo –le respondió muy serio.

- ¿Cómo que...?.

- No te alteres doctor –le respondió entre risas Stephan.

- ¡¿Qué no me altere?! Pero, coño, si acabas de afirmar que piensas acabar el trabajo –le recordó señalándolo con la mano.

- Voy a terminar el trabajo. Pero el objetivo ha cambiado –le dijo con una mirada fría y cortante.

- No sé que se te ha ocurrido Stephan, pero ándate con cuidado –le advirtió mirándolo seriamente.

- No te preocupes. Pero necesito tu ayuda en un par de cosas.

- Cuenta con ella –le dijo Jeffreis con semblante serio mientras su rostro se tensaba.

Dos días después de haber echado de su vida a Stephan, Katrine tenía toda su información acerca de la familia Carelli dispuesta para emplearla. Cuando le presentó ante el fiscal, éste no pudo dar crédito a los que leía y veía. Katrine no rebeló el nombre de su fuente. Al fin y al cabo se lo debía a Stephan por ponerle en bandeja el final de una de las familias más relevantes del crimen organizado.

En los días siguientes comenzaron las detenciones de algunos implicados. Aquellas acciones impactaron de golpe en el propio Carelli, quien de inmediato quiso hablar con Stephan. Éste se mostró frío.

- Tengo pensado acabar con esa maldita mujercita hoy mismo –le informó por teléfono.

- Me complace escucharte decir eso –le respondió Carelli.- ¿Cuándo?

- Hoy mismo, al salir del Tribunal; pero...

- ¿Pero? –preguntó Carelli algo confuso.

- Necesito a tus dos hombres de confianza. He de preparar mi fuga. ¿Lo entiendes no? –le dijo con voz convincente Stephan.

- Claro. Lo que tú digas. ¿Dónde quieres encontrarte con ellos?

- En un viejo almacén abandonado que hay en Chelsea. Dentro de media hora.

- Como tú quieras. Pero no me falles esta vez. La cosa se está poniendo jodidamente peligrosa.

- Tranquilo. No fallaré –le dijo con un tono que convenció al capo.

Media hora más tarde los dos hombres de Carelli aparecieron en el viejo almacén. Un lugar apartado y sucio. Un lugar perfecto para una cita. Se adentraron en éste siempre expectantes ante cualquier contratiempo. Stephan se encontraba oculto entre varias cajas de cartón. Observando cada movimiento de ambos a través del visor de su fúsil. Su dedo acariciaba el gatillo con suavidad. Se había puesto un guante de piel en color negro para evitar el sudor en la palma de su mano. Cuando ambos objetivos estuvieron a la distancia oportuna Stephan sonrió y apretó el gatillo en dos ocasiones. Dos ruidos apenas perceptibles para el oído humano, gracias al silenciador, y dos cuerpos que caían pesadamente sobre el suelo. Stephan se incorporó. Se giró hacia un segundo hombre al que le arrojó el fusil para que lo desmontara mientras él iba a comprobar, pistola en mano, si ambos hombres de Carelli estaban muertos. Se acercó a ellos con paso firme mientras esgrimía su arma. Al meno síntoma de movimiento...

Cuando comprobó que ambos no respiraban se volvió hacia Jeffreis. Éste había desmontado el fúsil con una celeridad y una precisión increíble. Lo había guardado en una maleta y ahora caminaba con paso rápido hacia el coche aparcado justo en la puerta trasera del almacén. Cuando Stephan subió su amigo lo contempló durante unos segundos.

- ¿Cómo te sientes?

- Normal. Vamos a por el siguiente.

Carelli esperaba con impaciencia la noticia de la muerte de la inspectora Katrine. Miraba atentamente las noticias, pero ningún boletín informativo la anunció. Pensó que tal vez no quisieran dar publicidad a este hecho por lo que ello podría suponer. Horas más tarde, comenzó a preocuparse porque sus dos hombres no hubieran regresado.

Stephan se citó en un restaurante con Enrico Marino para charlar amistosamente. Cuando éste se retiró al baño, Stephan lo siguió. Enrico no regresó a la mesa a terminar su comida.

Cuando al día siguiente el agente Dalton arrojó el ejemplar de The Times sobre la mesa del despacho de Katrine, ésta no se inmutó en un primer momento; hasta que Dalton le informó.

- Al parecer alguien está limpiado la ciudad.

- ¿A qué te refieres? –le preguntó Katrine sorprendida por ese comentario.

- Hace tres días encontraron los cuerpos de dos hombres de la familia Carelli en un almacén abandonado del barrio de Chelsea, ¿recuerdas? - Katrine asintió perpleja.- Y ayer mismo al parecer, han quitado de en medio a Enrico Marino. Los diarios se hacen eco de la noticia –le dijo señalando al Times

Al escuchar el informe, Katrine cogió el periódico y pasó la vista por el titular de la noticia. De repente un sudor frío y un temblor se apoderaron de su mano. Otro crimen, pensó. Tendrá algo ver con... Desechó esta idea al comprobar que era absurda. Él se había marchado de Londres para no regresar jamás. En más de una semana no había tenido noticias suyas, ni pensaba que las fuera a tener.

- ¿Por qué no se me ha informado? –le preguntó con voz fría Katrine.

- Lo llevan en homicidios. Me ha pasado el soplo esta mañana. Por ello he acudido a comprar The Times.- Hoy es la vista contra Carelli, pero al parecer alguien está muy centrado en ir eliminando a los hombres de dicha familia. Tú no sabrás nada, ¿verdad? –le preguntó con el ceño fruncido.

Katrine negó rotundamente mientras se reclinaba sobre el respaldo de su asiento con el periódico en las manos.

- Está bien. Te veré más tarde.

Dalton abandonó el despacho de su superiora, mientras ésta seguía sin poder creer que fuera obra de Stephan. Esa absurda idea se había filtrado repentinamente en su cabeza, y aunque en un principio le parecía algo disparatada... Decidió coger el teléfono y llamarlo. Quería asegurarse de que no tenía nada que ver. ¿O más bien deseaba volver a escuchar su voz en su oído? Con la mano temblorosa cogió su teléfono móvil y pulsó el botón de su agenda. Una vez que tuvo su número en la pantalla se quedó pensativa sobre si era una buena opción llamarlo. Estuvo en una especie de trance algunos segundos hasta que por fin el pulgar de su mano presionó la tecla de llamada. Lentamente se aproximó el teléfono a su oído, mientras el pulso se le aceleraba y sentía la sangre fluir rauda por sus venas. Para su desgracia, Stephan tenía desconectado el móvil. Sintió rabia e impotencia a partes iguales. Le hubiera gustado escuchar su voz, pese a lo que había sucedido entre ellos. Debía admitir que desde que Stephan había salido de su vida, ésta se había vuelto más aburrida e insulsa. Tenía un gran vacío que no era capaz de llenar con ninguna distracción, y mucho menos con el caso Carelli. Se pasaba horas en vela recopilando y archivando la documentación que entregaba al día siguiente al fiscal. Pero... al llegar la noche sentía la necesidad de verse arropada por los brazos de Stephan. Echaba de menos recostar su cabeza sobre el torso de él mientras éste acariciaba sus cabellos y los besaba con exquisita ternura. Contemplarlo dormido al amanecer mientras ella se vestía para regresar a la comisaría. Despertarlo con una voz suave y dulce a la vez. Sentirse la mujer más deseaba y querida por él. Saber que él no tenía ojos para otra mujer... Pero ahora eso ya no era posible. Había arrojado a Stephan fuera de su vida para siempre; luego, ¿por qué había querido llamarlo? Después de esto se prometió intentar olvidarlo para siempre.

El verano transcurrió sin ninguna novedad acerca de Stephan, dando paso a un otoño desapacible y lluvioso. Hacía más de cinco meses que Katrine estaba algo más tranquila. El caso Carelli había concluido con la condena de los miembros de la familia. Se encontraba en su despacho echando un vistazo al periódico mientras en su mano sujetaba una taza humeante de té. Y entonces fue cuando el destino le jugó una mala pasada. El destino caprichoso que gusta de jugar con los sentimientos de los mortales. Allí. Ocupando toda una plana estaba él. Dios. Él. ¡El escritor de moda! Stephan. Sin poderlo evitar los ojos de Katrine devoraron el comentario que se hacía a pie de página.

“El escritor Rod Seyton, quien con tan sólo dos novelas ha sido encumbrado a lo más alto de las listas de ventas, presentará Unforgetable está tarde a las 17 h. en el salón de reuniones del Hotel Convention. Tras lo cual el autor firmara ejemplares de su novela a todos aquellos que lo soliciten, y podrán departir con él”

Katrine se vio invadida por una extraña sensación de mareo que a punto estuvo de costarle su nuevo traje. La taza de té osciló de tal forma que algunas gotas se vertieron sobre la moqueta. Luego la dejó sobre la mesa mientras intentaba recuperarse del shock. ¡Stephan! ¡Por todos los diablos! ¡Era él! Había cambiado el nombre y su aspecto. Sus cabellos eran más largos y su rostro parecía haber ganado en atractivo. La miraba desde la profundidad de sus ojos y con una sonrisa cínica que él solía regalarle cuando quería “jugar” con ella. Katrine hizo ademán de pasar la página pero eran tales los nervios que no fue capaz de hacerlo. Presa de esta agitación inusitada y espontánea se recostó sobre el respaldo de su silla mientras no podía despegar la mirada del papel.

- Maldito seas. ¿Por qué demonios apareces después de tanto tiempo? –le preguntó a la fotografía antes de cerrar el periódico y arrojarlo a la papelera.

El salón de recepciones del Hotel Convention era un hervidero de periodistas ávidos por lograr la mejor instantánea de Rod Seyton. Él sonreía agradecido a todos aquellos que se acercaban mientras contestaba a las preguntas en relación a su novela. Por fin había conseguido desprenderse de su antigua vida y centrarse en lo que siempre había querido: ser escritor. Había borrado todo su pasado sin dejar rastro alguno, y se había creado un nuevo mundo en torno a su verdadera identidad: Rod Seyton. Stephan había muerto al desprenderse por un barranco en los Alpes suizos. No había ningún rastro de él. Ya no tenía que huir. Ni esconderse de nadie. No había ningún resquicio por el que la prensa pudiera relacionarlo con un profesional. Ahora era Rod Seyton, el escritor.

Había decidido dejarlo cuando la conoció y respiró aliviado cuando el caso Carelli acabó. Siguió todo el proceso a través de los periódicos y sólo cuando se cercioró al ciento por ciento de que Katrine estaba a salvo decidió regresar a Londres. Su editora le había pedido consejo acerca de la ciudad que quería que fuera la anfitriona para su nueva novela; y él no se lo pensó dos veces.

En un momento en el que por fin lo dejaron a solas se centró en la presencia de su viejo amigo Jeffreis. Éste caminaba hacia él con una sonrisa de satisfacción en su rostro. Tendió la mano hacia Rod, quien la estrechó con fuerza.

- Sabía que vendrías –le dijo guiñándole un ojo.

- No me lo perdería por nada del mundo. Me he enterado por la prensa.

- Ya...

- ¿Y Stephan? –le preguntó frunciendo el ceño.

- Se arrojó por las cataratas de Reichfall.

- Muy novelesco. Las mismas por las que Conan-Doyle arrojó a Sherlock Holmes –apuntó Jeffreis entre risas.- No pensarás rescatarlo como hizo el escritor ¿verdad? –le preguntó con ironía.

- No –respondió muy seguro de lo que decía.

- ¿Estarás mucho tiempo en Londres?

- Sólo hasta que promocionemos el libro. Luego debo marchar a París.

- ¿No sabes nada de ella? –le preguntó como si fuera un tiro a bocajarro.

- Lo que sé es a través de la prensa. Seguí el caso Carelli hasta el final.

- ¿Piensas llamarla?

Esa pregunta le llevaba rondando en la cabeza desde él día en el que todo terminó. Y cuando decidió ir a Londres fue con intención de llamarla, buscarla, verla y aclararlo; pero una vez allí, el nerviosismo se había apoderado de él y se sentía como un chiquillo.

- No creo que...

- Vamos Rod, ha pasado casi medio año.

- ¿Perdonarías a alguien que te ha mentido?–le preguntó mientras su mirada reflejaba el dolor que aún atenazaba a su alma.

- Deberías...

- Rod es la hora –le informó su editora interrumpiendo la conversación.

- Voy. Te veré luego –dijo mirando a su amigo.


Katrine apareció en el salón del hotel deslizándose entre las sombras con el fin de pasar desapercibida en todo momento. No quería que él supiera que estaba allí. No había decidido acudir hasta que cinco minutos antes de que comenzara el acto de presentación ella entraba por la puerta del hotel Convention. Estaba nerviosa por volver a verlo cara a cara, pero desde la distancia. Confiaba en que ningún medio de comunicación se percatara de su presencia allí.

Entró en el salón y ocupó un asiento en las últimas filas. Tenía un imagen clara del rostro de él. Sintió un escalofrío recorriendo su espalda cuando se fijo en él detenidamente y recordó momentos imborrables en su vida. Pese a que la había engañado también la había compensando con toda la información sobre la familia Carelli. Tal vez se había mostrado demasiado dura con él en aquel momento, pero la situación le obligó a actuar como lo hizo. Quería demostrarle que no iba a permitirle que se burlara de ella. “Tal vez lo había hecho para protegerte”, le dijo una vocecita en el interior de su mente.

“¿Protegerme?”

“Vamos mujer, ¿no estarás buscando una excusa para no pensar en él? ¿No será que en verdad le tienes miedo porque te atrae demasiado? Porque no has podido olvidar sus caricias ni sus besos. Desde que lo arrojaste de tu vida hace ya medio año no has vuelto a tener una relación”

Katrine se removió en su asiento presa de un estado de nervios e intentó centrarse en la rueda de prensa en la que un periodista se dirigía a él.

- ¿Podría decirnos si para el personaje de Catherine se ha basado en alguna mujer de carne y hueso?

Katrine se inclinó hacia delante. No sabía por qué pero aquella pregunta había despertado su curiosidad. No se había leído el libro, ni si quiera el resumen que aparecía en la parte posterior.

- Bueno, a decir verdad es cierto que me he basado en alguien real –respondió Rod con una sonrisa amarga.

- ¿Alguien de su entorno?

- Pudiera ser.

- Señor Seyton, ¿se identifica usted con el personaje masculino? –le preguntó una joven de pelo claro.

- Pudiera ser. Sí –afirmó con rotundidad.- La verdad es que el personaje tiene parte de mi, y parte de ficción.

- Entonces, ¿podríamos afirmar que al igual que Stephan, el personaje masculino, que se enamora perdidamente de su objetivo, usted lo está de la persona que inspiró el personaje de Catherine?

Un leve murmullo se levantó en la sala. Katrine abrió los ojos como platos al escuchar aquella pregunta y al momento sintió una ola de calor ascendiendo por todo su cuerpo hasta que su rostro se encendió. Entrecerró los ojos mirando fijamente a Rod, o Stephan, nombre con el que ella lo había conocido, mientras el corazón le latía desbocado.

- Sí –afirmó rotundamente Rod con el semblante serio.

- ¿Podría decirnos quien es? –insistió otro periodista deseando publicar aquella información.

- Lamento decirle que no puedo rebelar el nombre de mi musa particular –le respondió con una sonrisa al tiempo que su editora le susurraba algo en el oído.

Katrine vio cierta complicidad entre ambos cuando él la miró y sonrió. Ella parecía deshacerse como un bloque de hielo al sol. Pero, ¿a qué venía aquella punzada de celos? ¿Acaso seguía sintiendo algo por él?

La entrevista avanzó hasta que no hubo más preguntas. Katrine no había prestado la misma atención a estas últimas. Le daba vueltas en la cabeza a las respuestas anteriores de él acerca de la mujer que amaba y que le servía de inspiración. Terminado el acto algunos pasaron a que les firmara la novela. Katrine permaneció perdida entre la multitud hasta que decidió marcharse.

- Ya te marchas –le dijo una voz a sus espaldas que la paralizó.

Katrine cerró los ojos por unos instantes mientras sentía que sus pies se habían quedado clavados al suelo impidiéndole dar un solo paso. Sintió que las palmas de sus manos se le humedecían, y que un acaloramiento insospechado se adueñaba de todo su cuerpo. Lentamente se giró para mirar cara a cara al dueño de aquella voz, y que ella tan bien conocía.

Él estaba allí. Delante suyo. Mirándola con aquellos ojos. Mirándola del mismo modo que como eran una pareja. Katrine sintió acelerársele el corazón hasta el punto de que creyó que le iba a dar un infarto allí mismo. Él le tendió un ejemplar de su novela.

- Ya que no has pasado a que te lo firme. He decidido venir yo a entregártelo.

Katrine no pudo decir nada. Se había quedado muda en ese mismo instante. Su mano, firme en otras ocasiones, ahora temblaba mientras sus dedos rozaban el libro. Juraba que él no la había reconocido. Pero siendo él quien había sido...

- Tiene una dedicatoria.

Katrine lo abrió para leerla y entonces el corazón le dio un vuelco al leer aquellas palabras. La vista se le nubló haciendo más borrosa la lectura, pero ya sabía lo que ponía. Lo cerró al mismo tiempo que intentaba hacer pasar el nudo de su garganta y que la atrapaba sin poder decir nada.

- Pasado mañana me marcho de Londres, y me preguntaba si querrías...

Katrine entornó su mirada mientras su mano rozaba los labios de él impidiendo decir más. Luego salió de allí de manera precipitada sintiendo que si seguía con él acabaría por derrumbarse del todo. Rod la vio marchar sin poder hacer nada para retenerla. Estaba en su completo derecho. Él la había engañado con su identidad. Lo comprendía. “Bueno, ya está”, se dijo. “Quería verla y lo he hecho. Al menos sé que está bien”, pensó mientras regresaba para atender, de manera más tranquila a la prensa.

Cuando la noche caía sobre los tejados de Londres, Rod Seyton, se encontraba apoyado en la balaustrada de la terraza del Hotel Convention. Un ligero viento mecía sus cabellos alborotándolos para concederle un aspecto desaliñado. Sobre la repisa una copa de champán a medio llenar y una botella en la cubitera. Restos del fin de fiesta. A penas si lo había tocado. Después de verla a ella no le habían quedado ganas para nada más; pero siguió ejerciendo sus dotes de anfitrión. Cuando todo hubo terminado se retiró a la terraza para despejarse y respirar el aire nocturno londinense. El cielo estaba despejado y uno podía fijarse en la cantidad de puntos luminosos que adornaba esa especie de manto azulado. Una noche perfecta para estar en compañía, pensó evocando una vez más el rostro de Katrine. Cerró los ojos y sacudió la cabeza desechando ideas absurdas. Por un momento imaginó que ella regresaba sólo para hablar con él. Para aclarar lo sucedido. Nada más. Creyó escuchar el sonido de pasos dirigiéndose a la entrada de la terraza. E incluso se giró para comprobar si era cierto. Su mirada se quedó clavada en la silueta de mujer recortada por la luz de las lámparas. Por un momento pensó que se trataba de Samantha, su editora, quien venía a recordarle que al día siguiente tendrían que preparar algunas entrevistas con distintos medios escritos. Se volvió hacia las vistas de Londres. El Big- Ben y las Casas del Parlamento aparecían iluminadas sobre el Támesis. Ni siquiera giró el rostro cuando la mujer se situó a su lado.

- ¿Vienes a recordarme que mañana tengo entrevistas y que debo acostarme temprano? –le preguntó en un tono jocoso.

- Creo que eres ya lo suficientemente mayorcito para acostarte a la hora que desees –le respondió una voz femenina y enérgica.

Rod se sobresaltó cuando escuchó esa voz. Volvió el rostro para que su mirada se posara en aquel rostro perfectamente delineado. En aquellos ojos tan luminosos que podrían competir en brillo con las estrellas que iluminaban el cielo de Londres. Con aquellos labios tan seductores que ahora se entreabrían. Los cabellos de la mujer flotaban mecidos por el mismo viento que arremolinaba las hojas caídas en Hyde Park.

- Ka-Katrine.- Pronunció su nombre entre susurros mientras movía la cabeza intentando convencerse de que era ella en realidad.- ¿Qué haces aquí? –le preguntó sin dejar de salir de su asombro.

- Dímelo tú –le respondió con un tono dulce que erizó la piel de él.

- ¿Yo? Yo... bueno... Joder –se dijo mientras se mesaba los cabellos fruto del nerviosismo que lo atenazaba en esos momentos.

- Soy tu musa ¿no? Tu inspiración. O eso he escuchado horas antes en la rueda de prensa. Además de la dedicatoria del libro: “Para mi musa particular”. Las musas no abandonan a los escritores –le dijo acercándose más a él hasta sentir su aroma varonil. Una mezcla de champán y un perfume intenso.

- Debo pedirte perdón por todo lo que he causado.

- ¿Por qué te empeñas en hablar del pasado?–le preguntó frunciendo el ceño.

- Yo... bueno creo que tenías y tienes toda la razón en no querer verme, y...

- Tu información nos ayudó mucho. De no haber sido por ella –Katrine abrió los ojos al máximo y se encogió de hombros.-Carelli podría haberse esfumado. Gracias.

- Era lo menos que podía hacer por ti después de...

Katrine volvió a llevar su mano hacia sus labios para silenciarlo. En ese momento él depositó un beso tierno, suave, y cargado de sentimiento sobre su palma, que provocó en Katrine una especie de descarga que convulsionó todo su cuerpo.

- Nunca quise herirte –le dijo mirándola a los ojos en un intento de transmitirle lo que sentía por ella en esos momentos. Lo que no había dejado de sentir desde que se separaron.- Nunca...

- Lo sé. Pero comprende que...

- Lo comprendo. Aun así nunca te mentí al respecto de mis sentimientos hacia ti –le confesó mientras su mano ascendía hacia la mejilla de ella y lentamente la acariciaba.

- ¿Por qué no me contaste la verdad? Podría haberte ayudado.

- Quería protegerte a toda costa. Nunca pensé en hacer mi trabajo. Estaba harto de él, pero era la única salida que había tenido hasta entonces –le dijo mientras se apartaba de ella y se apoyaba en la balaustrada de la terraza. Su mirada recorrió el Londres nocturno mientras ella lo contemplaba a él.- Por ese motivo me marché.

- ¿Seguro que lo hiciste? –le preguntó entrecerrando los ojos mientras sus pupilas se volvían dos puntos luminosos. Cruzó los brazos sobre su pecho esperando su confesión.

Él la miró unos segundos y se dio cuenta que ella lo sabía, o al menos lo intuía. Por ello asintió sin decir palabra.

- Sabía que habías sido tú.

-Quería protegerte. Carelli iba a enviar a sus perros de presa detrás de ti. Pudieron acabar con tu vida en el Palacio de Justicia.

-¿Cuándo? –le preguntó alarmada Katrine.

-A la salida de éste. El día que el propio Carelli iba a testificar. Tenía a dos pistoleros apostados en sendos edificios. Tú estabas en el centro de mira de ambos.

-¡Y tú...!

Rod inspiró antes de asentir. Katrine dejó caer en un principio sus brazos sobre su costado y pocos segundos después su mano se apoyaba en la espalda de él. Se acercaron el uno al otro conscientes de que lo que habían sentido tiempo atrás seguía latiendo en el interior de ambos. Rod se incorporó de la balaustrada para acariciar la mejilla de Katrine una vez más. Ésta cerró los ojos y dejó que la mano de él permaneciera allí quieta. Había echado de menos tanto su tacto; su calor; sus caricias como la que en esos momentos le brindaba. Él se acercó lentamente hacia el rostro de ella dispuesto a todo. Era su última baza. Si lo rechazaba se iría y no volvería a entrar en su vida. Pero no quería retirarse del todo sin saber que al menos durante aquella noche tuvo una pequeña oportunidad de recomponer lo que él mismo había roto. Sus dedos juguetearon con los cabellos de ella mientras clavaba su mirada en la suya

-Katrine –susurró dejando que su aliento golpeara sobre sus labios.

Lentamente se inclinó sobre éstos y comenzó a tantearlos temiendo que ella pudiera apartarse. Pero no lo hizo. Dejó que tomara su rostro entre sus manos y que profundizara el beso. Luego ella misma lo rodeó atrayéndolo. Sintiendo la fuerza de su abrazo y el calor y la suavidad de sus labios. Su cuerpo se estremeció ante aquel contacto. Lo había anhelado tanto.

Momentos más tarde, ya en la habitación del hotel Rod la desvistió con delicadeza mientras sus labios recorrían cada porción de piel que iba despojando de ropa. Sentía como ésta respondía al fuego al que la marcaban sus besos. Recorrió su cuello en dirección a su generoso busto cuyas partes más vulnerables se habían rebelado clamando cierta atención. Trazó la curva de sus caderas y sus muslos mientras no dejada de agasajarla con sus besos, y sentía como aquel cuerpo tan sensual se estremecía bajo sus caricias. Volvió a besarla en los labios devorándolos con pasión. Saciándose del néctar que éstos destilaban. Embriagándose con todo su ser. En ese momento Katrine se incorporó sobre él. Comenzó a torturarlo mientras Rod la abrazaba como si tuviera miedo a que se esfumara en el aire. Juntos comenzaron a moverse al ritmo de una danza frenética y sensual. Tanto tiempo, separados había merecido la pena en esos momentos en los que ambos se estaban entregando sin concesiones; sin reparos; sin mirar atrás. Ambos se convulsionaron cuando sintieron llegar el final mientras sus respiraciones se volvían más intensas y se unían en una sola.

Katrine se dejó caer sobre el pecho de Rod mientras éste le acariciaba los cabellos. Luego lo miró fijamente al tiempo que trazaba el contorno de su rostro.

-¿Qué le ha pasado a Stephan?

-Murió. Rod Seyton es mi nombre verdadero. El que me pusieron de pequeño.

-No más mentiras –le dijo en un tono que se acercó a la súplica.

-Nunca. Por cierto, necesito que te pidas vacaciones. ¿Crees que será posible?

-¿Vacaciones? –le preguntó Katrine incorporándose pero sin tapar su desnudez.- ¿Por qué? ¿Para qué?

-Dentro de dos días estaré en París. Y mi musa no puede abandonarme tú lo has dicho –le respondió sonriendo maliciosamente.

- Quieres que...

-Quiero que participes activamente de esta aventura –le dijo mientras se inclinaba sobre ella y la rodeaba por la cintura para atraerla hacia él.

-¿Y tu editora? ¿Lo verá bien?

-Que me importa mi editora si te tengo a ti.

-Pero... la novela... las ventas....–balbuceó Katrine perpleja por aquella proposición.

-Voy a escribir la mejor novela de mi vida–le dijo mirándola seriamente.

-¿Y de qué irá esta vez? –le preguntó con un toque lleno de sensualidad.

-¿Aún no lo has adivinado? –le preguntó enarcando una ceja al tiempo que Katrine parecía confundida.- ¿Qué te parece si empezamos el primer capítulo en la ciudad de luz –le sugirió mientras se inclinaba para devorar sus labios una vez más, y Katrine se dejaba caer de espaldas en la cama loca de felicidad.


VENCIDO POR EL AMOR

Florencia, 1715
Me llamo Alfredo Tespi, muchos ni siquiera habréis oído hablar de mí, pero no importa ya que me vais a conocer por mis propias palabras. El hecho de hacerlo se debe a que mi querido amigo Caro Algheri me ha pedido que relate todas y cada una de las historias en las que una mujer ha tenido que ver conmigo. Sí, como lo estáis leyendo. Quiere que le cuente, o mejor dicho que deje huella impresa de como me convertí en ese afamado seductor ante quien las mujeres sucumbían. En mi trayectoria como amante he conocido la dicha y la felicidad. He saltado de una cama a otra sólo por el mero capricho de saborear el placer, que suponía tener una mujer distinta cada día entre mis brazos. He tomado de las mujeres aquello que más me apetecía en su momento, y es verdad que he podido llegar a considerarlas como un sorbo del mejor Chianti, que nubla los sentidos por un momento; pero que no llega a embriagar lo suficiente como para querer retenerlo a tu lado. Pero, no penséis que sólo yo he sido el único en buscar placer o en cambiar de amante como de botella de vino. No, yo también he sido utilizado por las mujeres, deseosas de probar lo que yo tenía a bien en ofrecerles. Fueron muchas las que quisieron pasar una noche conmigo anhelando el máximo placer. E incluso alguna que otra llegó a prometerme la dicha eterna por permanecer junto a ella. Pero permitirme deciros que en ocasiones yo he sido el seducido, yo he sido el que ha sucumbido a los encantos de una bella dama. ¿Quién si no ellas, cansadas de sus barrigudos maridos han buscado consuelo en un cuerpo joven como el mío? ¿Quiénes si no ellas que se vieron desatendidas en muchas ocasiones por la política, buscaron una diversión aún mayor que ésta? ¿Quiénes buscaron escuchar palabras dulces en sus oídos como si de la mejor música se tratara? Escuchar promesas de amor eterno, alabar su belleza y su inteligencia…
He disfrutado de la compañía de numerosas mujeres, a cual más hermosa y más misteriosa. Y muchos os preguntaréis que placer encontraba en esta clase de vida. Pues bien, el mayor placer que encontraba en todas mis alocadas aventuras, era ni más ni menos que el de contemplar el rostro risueño y feliz de mi amante al hacerla sentir única en el mundo. Al contemplar como se sentía querida, deseada por mi. Sólo buscaba satisfacerlas. Hacer su vida menos aburrida y monótona. Hacerlas ver un mundo nuevo lleno de posibilidades.
Mi amigo Caro me ha preguntado en numerosas ocasiones por una de esas historias que recordara con especial atención. ¿Pero como podría elegir una sola rosa de entre un jardín? ¿Cómo sería capaz de elegir la estrella más luminosa del firmamento? Ah, amigo mío esto que me pides es muy complicado. Sin embargo, tras darle vueltas a mi cabeza y rememorar una y otra vez algunas de la historias, llegué a una que me marcó para siempre. Una historia que jamás podré olvidar y que nunca he contado. Pero que dado lo avanzado de mi edad poco importa que lo haga público. Sí, recuerdo muy bien aquel día, y a aquella hermosa joven de nombre Beatriz…

Se encontraba rodeada de amables caballeros que no paraban de agasajarla. Ella respondía con educación a cada una de sus preguntas; sonreía con sus cumplidos; inclinaba la cabeza asintiendo, o la dejaba caer hacia atrás mientras sonreía y dejaba que contemplaran su cuello de piel blanca y suave. Percibió su presencia en el momento en que pisó el sendero que conducía hacia el jardín. Sólo había una explicación para aquel corro de hombres: una mujer. Una mujer hermosa como ninguna. Estaba absorto en sus pensamientos, y su mirada pareciera no querer apartarse de ella, y por un momento fugaz la de ella se cruzó con la suya. Lo miró de manera intensa y enigmática al tiempo que una ligera sonrisa cargada de ironía se dibujaba en sus sonrosados labios. Alfredo permanecía absorto en la contemplación de aquella mujer cuando una voz lo devolvió a la realidad.
-¿Me equivoco o ya tenéis nueva conquista?
La voz contenía una mezcla de dulzura y de ironía a partes iguales. Alfredo desvió su mirada por un breve instante para encontrar los relucientes ojos azules de la signoraBercelli, que parecían reflejar cierto anhelo por algo que no supo retener a su lado.
-Sois muy atrevida, querida Laura.
-Sólo tengo que dirigir mi mirada hacia donde vos habéis puesto la vuestra y adivinar cuales son vuestras intenciones con la persona que miráis.
-Pero ahora os estoy mirando a vos –le dijo con toda intención mientras sonreía de manera seductora provocando un arrebol en sus mejillas.
Laura Bercelli sonrió divertida por el galante cumplido. Agitó su abanico en el aire y lo dejó caer sobre el antebrazo de Alfredo.
-Sabéis en todo momento que decir. Pero dejadme deciros que apuntáis demasiado alto mi querido amigo –le confesó señalando a la joven rodeada de hombres.
-Mmm hasta ahora siempre he conseguido llegar donde me he propuesto. Por muy alto que estuviera el objeto de mi deseo.
-Puede ser, pero dejadme deciros también que vuestra vida libertina no está hecha para saborear semejante manjar.
-Mmm estáis muy segura de vuestras palabras. ¿Tal vez queráis hacerme desistir porque estáis celosa? –le preguntó con deje burlón en su voz.
-Mi querido amigo, no estoy celosa de la juventud que atesora aquella joven. Es lógico que con el paso del tiempo uno pierda el interés y busque algo nuevo. Pero os repito que en ocasiones la juventud no puede compararse con la experiencia. Insisto en que no es para vos.
- Y lo cierto es que el misterio con el que estáis dotando a aquella hermosa muchacha hace el reto de tenerla en mis brazos aún más excitante.
- Sabéis que siempre seréis bien recibo en mi alcoba…-le dijo con toda intención mientras sus labios rojos y carnosos como las cerezas se abrían un poco tentándolo a tomarlos allí mismo.
Alfredo sonrió pero no de una manera burlona, ni cínica, ni divertida. Sonrió de manera algo melancólica cuando recordó por un momento los apasionados momentos vividos en compañía de aquella mujer de cabellos castaños como las hojas en Otoño. De ojos cristalinos y brillantes como las estrellas. De manera lenta posó el pulgar bajo su mentón para alzar su rostro y poderla contemplar mejor.
-Sois demasiado hermosa como para buscar la compañía de un simple seductor.
Los ojos de Laura titilaron, no sabría decir su motivo pero refulgieron como dos brillantes.
La noche desplegó su manto sobre el palazzo donde tenía lugar las celebraciones. El aroma a jazmines y a rosas impregnaba el ambiente, y el jardín era el lugar propicio para una nueva conquista.
-No me puedo creer que estés solo –le dijo Caro Algheri al ver a su amigo Alfredo.
-No todo en esta vida se centra en las mujeres, amigo.
-He odio decir que el signore Carvalli anda enojado desde que se ha enterado que su hija no ha pasado la noche en casa. ¿Sabes tú algo de eso? –le preguntó con toda intención y confirmando sus sospechas cuando Alfredo sonrió de manera ladina.
- La signorinaCarvalli y yo pasamos una velada de lo más encantadora. Créeme.
-De manera que estuvo contigo
-Oh, vamos no me hagas hablar más de la cuenta. Sabes que un caballero jamás rebela que hace por las noches. Pero dime, ¿y ella? ¿Acaso está enojada? –preguntó con ironía Alfredo.
-No creo que sea precisamente enojo lo que tiene. Aunque tal vez el hecho de querer volverte a ver…
-Oh ya estamos. Siempre es lo mismo. Cuando querrán darse cuenta que volvernos a ver es arriesgar en demasía su virtud.
-¡Creía que la virtud ya te la habría entregado!–exclamó muy serio Caro mirando a su amigo mientras éste fingía no saber de qué le estaba hablando.
De repente la mirada de Alfredo se quedó clavada en un lugar. Sintió que aquella era su oportunidad y que nada ni nadie lo estropearían. Caro volvió su mirada hacia donde Alfredo miraba fijamente y supo el porqué de su sonrisa.
-Creo que es mejor que me retire –comentó Caro mientras sonreía al ver a su amigo dirigirse hacia aquella hermosa muchacha de cabellos negros como la noche.
La encontró apoyada en la balaustrada de la terraza con la mirada fija en un punto lejano. Era exquisita, dulce, su rostro aniñado, sus cabellos recogidos en la parte posteror de su cabeza dejando al descubierto su cuello en una clara a la invitación a besarlo y que resplandecía más aún cuando la luz de la luna la acariciaba. Enfundada en un vestido de color verde botella con las mangas abullonadas y dejando al descubierto sus hombros. Su respiración era tranquila; su pecho subía y bajaba sin alterarse lo más mínimo. Alfredo se quedo eclipsado, hechizado por semejante aparición, y al momento recordó las palabras de Laura horas antes. Sonrió cínico al recordarla. No había mujer alguna que no se sintiera halagada por hermosas palabras, y a fe que él sabía pronunciar las más adecuadas en el momento preciso. Se volvió hacia él cuando escuchó sus pasos. Lo miró con curiosidad mientras avanzaba en su dirección y sonrió. Alfredo sintió como aquella fugaz mirada lo había cautivado. Un par de ojos claros que competían en fulgor con las estrellas que en estos momentos punteaba el cielo de Florencia.
-Es una hermosa noche para pasear, ¿no creéis? –le preguntó acercándose hasta quedar junto a ella. Por un momento se sintió torpe, sin saber qué decir.
Ella lo miró de soslayo pero al instante volvió a dirigir su mirada hacia el centro del jardín, donde se encontraba la fuente de mármol. Allí sobre su borde dos pajarillos parecían estar en pleno cortejo.
-¿Habéis venido sola?
-No –le respondió volviéndose hacia él para enfrentarse a su rostro de trazos angulosos, y sus ojos oscuros.- Mi dama de compañía se encuentra dentro.
-Pues si yo fuera ella, tendría más cuidado en dejaros sola –le dijo con toda intención mientras sus cuerpos se rozaban por la proximidad.
Alfredo percibió el aroma de su perfume mezclado con el de las flores del jardín. Y sintió como lo envolvía hasta hacer que su lengua se trabara y las palabras no acudieran a su mente y a su boca. Y cuando ella alzó la mirada para contemplarlo una vez más se sintió vulnerable frente a aquella mujer.
-¿Puedo saber vuestro nombre?
-¿Qué puede importaros como me llame? –le preguntó mientras sentía como él la miraba con determinación desde el fondo de aquel para de ojos que parecieran dos pozos oscuros, sin fondo en lo que podría perderse si quisiera.- Si mañana me habréis olvidado.
Aquella explicación lo sobrecogió de una manera que nunca antes había experimentado. ¿Cómo era posible que tuviera aquel atrevimiento para enfrentarse a él? Nunca ninguna mujer le había dicho palabras semejantes, y ella…
-¿Cómo podría olvidar la forma en que me estáis mirando?–le preguntó sintiendo su respiración alterarse a cada momento. El escote pronunciado de su vestido dejaba ver aquella parte tan femenina que ascendía y descendía. Sus labios se entreabrieron un poco como si necesitara tomar aire para continuar la conversación. Tentadores, carnosos, sonrosados, listos para ser cubiertos con delicadeza, con fervor.
-Lo olvidaríais en el momento en el que otro par de ojos y otro rostro captaran vuestra atención. Por no mencionar otros atributos –le dijo esbozando una sonrisa.
-No creo que…
-¿Vais a decirme ahora que nunca habéis conocido a una mujer como yo? –le preguntó con un toque de burla en el tono de su voz, y un mohín extremadamente seductor en sus labios.
-En verdad que sois única –exclamó Alfredo.- Sin duda conocéis a los hombres.
Ella sonrió levemente mientras sentía como él la deseaba. Cómo estaba dispuesto a decir o hacer cualquier cosa para tenerla. Para disfrutar de su compañía y después marcharse. Posó sus manos sobre sus brazos y los recorrió lentamente hasta que llegaron a rodear su cuello. Él la miró complacido, pero extrañado al mismo tiempo. Su comportamiento lo confundía. Acababa de decir lo contrario a lo que ahora estaba haciendo, y cuando sintió el leve toque de sus manos sobre su cuello instándolo a que descendiera para poderlo besar, su mente se nubló. Sintió la suavidad de sus labios con el mero roce de los suyos. De manera perezosa los tanteó antes de atraparlos. Y cuando ella los abrió permitiéndole profanar aquel virgen lugar él no lo pensó ni un segundo más antes de tomar posesión de éste. El beso fue cálido, suave, dulce, pero al mismo tiempo apasionado. Alfredo la estrechó con firmeza pero con delicadeza a la vez sintiendo sus pechos contra su torso. Ella insistió en el beso como si en el fondo deseara que no terminara. Y cuando se separaron lo miró a los ojos. Una mirada cargada de deseo.
Alfredo retuvo su rostro en su mano y acarició lentamente su mejilla con un dedo. Subía y bajaba sintiendo como ella se estremecía entre sus brazos, como sus ojos chispeaban y como sus labios se entreabrían de nuevo. Pero esta vez no la besó. Se quedó perdido en su mirada durante unos instantes que le parecieron eternos.
-¿Por qué me habéis besado? –le preguntó intrigado por la forma en la que se había comportado.
Ella sonrió levemente antes de responder.
-Para que sepáis como sabe lo que nunca tendréis –le respondió con naturalidad mientras seguía mirándolo a los ojos y era testigo de como su gesto cambiaba.
-Pero…-. Alfredo volvía a quedarse sin palabras ante las explicaciones de aquella muchacha. ¿De dónde había salido?
-Os conozco signoreTespi y sé perfectamente la clase de hombre que sois –comenzó diciéndole mientras el rostro de él reflejaba un inesperado asombro por aquella revelación.- Sí, no pongáis esa cara. Si os diera permiso me amaríais esta noche y después os marcharíais en busca de una nueva conquista. Vos sois como el viento que entra por la noche en la habitación, refrescante, suave, pero que se marcha con el alba dejando la estancia vacía y fría. Y yo no quiero sentir frío al despertarme.
Alfredo sonreía al verla explicarse de aquella manera. Permanecía allí, con los brazos cruzados sobre el pecho observando a aquella magnífica criatura, que lo estaba rechazando con total naturalidad pese a que en su interior el deseo de perderse entre sus brazos, aunque solo fuera por una sola noche, la estaba atormentando. Y más después de aquel fugaz pero revelador beso.
-Sois sin duda una mujer brillante –comenzó diciéndole mientras por primera vez se sentía derrotado por una mujer. Por primera vez lo habían rechazado, pero no quitaba que no admirara a aquella muchacha.
-No se puede detener al viento, signore.
Alfredo seguía callado escuchando aquella explicación. Sin duda después de muchas conquistas había encontrado por primera vez quien lo rechazara. ¿Por qué?
-Al menos me diréis vuestro nombre –le pidió con un tono de resignación.
-Beatriz –le dijo sonriendo mientras su rostro se iluminaba con una sonrisa que haría perder la cabeza a cualquier hombre.
- Ha sido un placer compartir la velada con vos, Beatriz –le dijo tomando su mano para besarla suavemente antes de marcharse.
Beatriz lo vio alejarse de ella. Lo siguió con la mirada hasta que subió el pequeño tramo de escaleras y desapareció en el interior de la casa. Se quedó sola de nuevo pensando en si lo que había hecho era lo correcto. Si en verdad sacrificar una noche con el afamado seductor Alfredo Tespi le habría servido de algo.

Alfredo se mezcló con la gente de la fiesta charlando y saludando a los diversos invitados hasta que Laura Bercelli apareció radiante ante él.
-¿Os marcháis ya signore?–le preguntó sorprendida al comprobar que recogía su capa de manos de un sirviente.
-Hoy quiero retirarme temprano –le dijo disculpándose.
-Sabéis que podéis pasar la noche aquí –le dijo con toda intención mientras los miraba por encima de la copa de vino, que en esos momentos se llevaba a los labios.
-No, es mejor que me retire.
-Pero decidme, ¿y la joven con la que os han visto en la terraza? –le preguntó mientras su rostro reflejaba una mezcla de ironía y sorpresa.- Creí escucharos decir que no había ninguna mujer que pudiera resistirse a vos.
Alfredo sonrió.
-Esa mujer es demasiado inteligente para mí.
-Os dije que apuntabais muy alto.
-Pero, decidme, ¿quién es? Nunca antes la había visto. ¿Está prometida tal vez?
Laura sonrió ante aquel comentario pues nunca lo había visto comportarse de aquel modo.
-Os ha rechazado –concluyó Laura asintiendo.- Lo sabía.
-¿Vos lo sabíais? –le preguntó confuso por aquellas palabras y el gesto de su rostro.- Es más, sabía quién era yo.
Laura lo contemplaba divertida. Disfrutando del momento de verle derrotado por primera vez.
-Yo se lo dije. Le dije quien erais y lo que le sucedería si accedía a entregarse a vos.
Alfredo abrió la boca para decir algo pero cuando Laura le explicó por qué lo había hecho no fue capaz de decir nada más.

Algunos meses después me enteré que la hija de Laura Bercelli se casaba con un rico comerciante florentino. Laura me mandó recado para invitarme. Acepté sin saber que iba a llevarme una grata o desagradable sorpresa. Cuando la vi allí junto a su prometido lo supe todo. Comprendí las palabras de Laura meses atrás en aquella fiesta. Era su pequeña venganza por lo que le hice a ella y ahora seguro que la estaba disfrutando. Por un instante la mirada de Beatriz y la mía volvieron a cruzarse. Recordé y aún lo hago el sabor de sus labios, la firmeza de su cuerpo joven, y sus palabras. Con el paso del tiempo creí poderla olvidar pero… se ha visto que por muchas alcobas que haya visitado, siempre recordaré a la mujer que no permitió que entrara en la suya. Y es que como ella bien decía, no se puede detener al viento. No sé qué sucedió aquella noche cuando me besó, ya que si de algo estoy convencido es que de que nunca he logrado encontrar a otra mujer que me hiciera olvidarla.

Confío y espero que esta historia divierta a mi amigo Caro. Seguro que sonríe al descubrir que por primera vez, una mujer logró vencerme.

CORAZÓN REBELDE
Stirling, Escocia, 1716

Los goznes de la puerta emitieron un sonido estridente seguido de un golpe seco contra la pared cuando se abrió de golpe. La atención de todos los allí presentes se centró en el umbral de donde emergió la presencia de un joven oficial inglés del ejército del rey Jorge. Con paso lento pero firme y con un aire marcial en cada uno de sus movimientos penetró en la taberna. La luz de las velas sobre rústicos candelabros iluminó su rostro en el que destacaba su mirada penetrante. Detrás de él varios soldados de infantería armados con bayonetas caladas, lo cual no presagiaba nada bueno. Los pocos clientes que en esos momentos se encontraban en el interior se movieron inquietos en el instante en que el oficial se situó en medio de ellos. Mientras, sus soldados abarcaban toda la taberna esgrimiendo sus armas e instando a cualquiera a no moverse de su sitio. El oficial inglés paseaba su mirada de halcón por cada una de las mesas. Pareciera que buscara a alguna persona en concreto y parecía estar centrado en ello cuando fue interrumpido.
-¿Deseáis algo señor?.- La voz del tabernero se dejó escuchar alta y clara en mitad del tenso silencio que reinaba.
-Busco rebeldes. Traidores al rey Jorge y a la corona de Inglaterra –le respondió con toda intención el oficial mientras volvía el rostro hacia su interlocutor. Esperaba la reacción de los presentes. Tal vez que alguno se levantara y se enfrentara a él. Pero lo más que percibió fue como se movían inquietos sobre sus asientos de madera; otros inclinaban sus cabezas hasta casi hundirlas en sus respectivas jarras de cerveza o de ale. Pero todos en silencio. Sin decir nada. Tras la derrota en la batalla de Sheriffmuir, y la consiguiente huida del Viejo Pretendiente, Jacobo Eduardo Estuardo, la causa jacobita se había visto debilitada hasta el punto que sus más firmes defensores se ocultaban ahora por miedo a las represalias del gobierno de Londres. Pocos eran los que aún parecían querer mantener vivo el espíritu jacobita por su cuenta, hostigando a los ejércitos del rey en una“guerra de guerrillas”. Ahora los antes considerados como patriotas no eran más que rebeldes a los que detener para llevar al patíbulo.
-Aquí no hay cobijo para los rebeldes, señor –dijo el tabernero captando la atención del oficial inglés.-Somos leales al rey Jorge.
-¿Estás seguro de lo que dices tabernero? –le preguntó mirándolo fijamente como si él fuera sospechoso, lo cual lo intimidó en cierto modo obligándolo a tragar al sentir la mirada fija del oficial británico, mientras su rostro parecía perder el color.
El oficial inglés se volvió hacia las mesas y comenzó a pasear entre éstas observando detenidamente a todos aquellos que estaban sentados. Su mirada escrutó con detenimiento cada uno de los rostros hasta que finalmente uno de aquellos le llamó la atención más de lo normal. Esbozó una sonrisa cínica cargada de satisfacción.
-Vaya, vaya. ¿A quién tenemos aquí?–exclamó con orgullo mientras se paraba delante de la mesa de un grupo de tres hombres, quienes parecían absortos en sus pensamientos.- Pero si es Robin McIntosh.- El interpelado lo miró fijamente mientras sonreía.- ¿Y decíais que no dabais cobijo a rebeldes? –le preguntó al tabernero sin volverse hacia éste por temor a que Robin tramara algo.
-Desconocía que...-balbuceó éste.
-Calla. Eres tan rebelde como él o más –exclamó con autoridad.- Serás arrestado junto al joven McIntosh y sus amigos. ¡Soldados! Arrestad a estos hombres. Y al tabernero también.
A una orden del oficial inglés los hombres se movieron hacia la mesa donde se encontraban Robin McIntosh y sus amigos, mientras otros dos se acercaban al tabernero.
- ¿Por cierto y vuestra hermana?–le preguntó con sorna.
La respuesta llegó rauda y veloz en forma de un clic y el frío cañón de un arma sobre su cabeza. Ahora fue Robin, quien sonreía mientras los soldados se quedaban paralizados por la escena que se estaba desarrollando.
-¿Me buscabais capitán Stewart?.-La voz dulce y con toques de ironía sonaba al otro extremo del cañón de la pistola.
-Es un placer volver a veros, lady McIntosh –dijo el oficial mientras sonreía e inclinaba la cabeza sabiendo que había vuelto a caer en la trampa.- Lástima que nuestros encuentros sean siempre con un arma de por medio.
- Tenéis toda la razón, pero ¿qué le vamos a hacer? Así de cruel es nuestro destino. Creo que os encontráis en una situación algo comprometida.
-La verdad es que no aprendo –dijo girándose para contemplar el rostro del rebelde más hermoso de toda Escocia. Los ojos claros de lady McIntosh centelleaban una vez más por su nueva victoria. Su cabellos, del color de las hojas en otoño, aparecían recogidos en esta ocasión con una cinta en la parte posterior de su cabeza dejando libre su rostro de piel blanca, suave con su pequeña nariz y sus mejillas moteadas por una lluvia de pecas. Sus finos labios esbozaban una sonrisa de triunfo. Era hermosa. Una mujer verdaderamente atractiva que irradiaba una fuerza y una valentía jamás encontrada en ninguna otra. ¿Por qué de esa obstinación suya en seguir luchando por una causa ya perdida? Durante el último año la había estado persiguiendo junto a su hermano. En el transcurso del mismo habían tenido sus encuentros. Sus escaramuzas en los que ambos habían salido vencedores o vencidos. Había llegado un momento en que parecían disfrutar de este juego del gato y del ratón. Y en alguna ocasión el oficial Stewart se había parado a pensar si aquello no se estaba convirtiendo en una obsesión. O incluso en algo personal. ¿Por qué seguía tras ella? Algo nuevo. Un motivo inexplicable lo empujaba a seguirla más allá de todo deber como oficial británico. Una sensación que cuanto más lo pensaba, más miedo le daba reconocerlo.
-Creo que esta vez he vuelto a ganaros, capitán. ¿Lleváis la cuenta de las veces que nos hemos visto? ¿De las ocasiones en que os he vencido? –le preguntó sin dejar de reír de manera divertida, lo cual al capitán Stewart le producía una mezcla de rabia por su nuevo error; pero por algún extraño motivo no le desagradaba en el fondo verla dichosa como lo estaba ahora.- Será mejor que ordenéis a vuestros soldados que desistan de sus intenciones, o de lo contrario no recibirán ninguna más de vuestra parte –le advirtió empleando ahora un tono serio.
El capitán Stewart cerró los ojos e inspiró hondo. No dijo nada. Se limitó a asentir mientras miraba a sus soldados. Éstos al momento desistieron de sus intenciones y optaron por una posición de descanso.
-¿Y ahora? ¿Qué pensáis hacer conmigo lady McIntosh? –le preguntó el capitán Stewart volviendo a mirarla.
Lady McIntosh sonrió burlona mientras sentía los ojos grises del capitán Stewart recorriendo su rostro de manera fija. Deteniéndose en cada uno de los poros de su piel. Y cuando lo hizo en sus labios sintió un leve escalofrío recorriendo su espalda y posteriormente su brazo hasta provocar una leve temblor en la mano que sujetaba la pistola. El capitán no fue ajeno a aquel leve movimiento y entonces su mirada se tornó llena de perplejidad. ¿Había dudado lady McIntosh mientras él la miraba de aquella manera? Sólo se había quedado fijo en su rostro intentando averiguar que se proponía y de repente para su sorpresa mando salir de la taberna a todos.
-Robin llévate a los hombres lejos–le ordenó sin apartar la mirada del rostro del capitán observando su reacción.
-¿Estás segura de lo que dices? –le preguntó Robin contrariado mientras seguía sentado en su sitio.
-Sí. Estoy segura de lo que digo. Llévate también a los soldados, pero no les hagas nada. Quiero quedarme a solas con el capitán.
Aquella propuesta alertó al interpelado. Entrecerró sus ojos mientras seguía mirándola sin saber qué era lo que pretendía.
-Haz lo que te digo. ¿A qué esperas? –le urgió lady McIntosh al comprobar que su hermano no se movía.
Finalmente ante la insistencia de ésta se levantó junto a sus hombres esgrimiendo sus pistolas y sus biodaigh, especie de dagas de doble filo y que resultaban fatales en la lucha cuerpo a cuerpo. Los soldados obedecieron cuando el capitán Stewart asintió de nuevo. Los dos grupos abandonaron la taberna.
-Tú también, Andrew –le dijo al tabernero, quien se mostraba igual de perplejo que los demás.- Y cierra la puerta al salir.
El capitán Stewart no comprendía nada de lo que se proponía lady McIntosh, pero estaba seguro que algo tramaba. Intentaría estar alerta en todo momento, y apartar de su cabeza los impulsos de retenerla con su mirada. Cuando por fin ambos estuvieron a solas lady McIntosh apartó el arma de la cabeza del capitán lo cual fue un gesto de agradecer.
-Agradezco vuestro gesto. Empezaba a sentirme incómodo –le expresó con toda naturalidad mientras le sonreía.
-No me queda otra opción si quiero hablar cara a cara con vos –el dijo sintiendo como su mirada parecía descolocarla en algunos momentos.- Sentaos –le indicó señalando el banco de madera con la mano que sostenía el arma.
El capitán desvió su atención hacia ésta esperando a que la apartara de la mesa. Lady McIntosh no era ajena a este parecer y sonriéndole la ocultó bajo los pliegues de su ropa ante la atenta mirada del capitán Stewart. Luego al levantar sus ojos se encontró con los de él una vez más y le parecieron más cálidos que la primera vez que se enfrentó a ellos. Su lengua se le trabó y sintió que le faltaban las palabras ahora que por fin se había quedado a solas con él.
- ¿Qué queréis? –le preguntó el capitán Stewart rompiendo el silencio que se había formado entre ellos.
Estaban separados por la mesa, pero podía percibir su respiración y su nerviosismo. Lady McIntosh se encontraba allí frente a él después de tantas correrías por Escocia. Podía jugar sucio y retenerla, pero su sentido del honor se lo impedía. Por un instante se olvidó de ella como enemiga, como rebelde, y la consideró como mujer. Una atractiva mujer en medio de una guerra de locos.
-Quiero que os marchéis...
-Siempre y cuando vos y vuestros hombres me acompañéis.
-Sabéis que eso no puede ser –le dijo sonriendo mientras lo miraba con incredulidad por aquella proposición.
-Entonces perdéis el tiempo conmigo.
-Este juego del gato y del ratón debe acabarse –le dijo con un gesto serio tratando de mantener la calma en todo momento a pesar de que la mirada del capitán la hacía sentirse extraña. Era la primera vez que lo miraba tan cerca, y a juzgar por su apariencia era apuesto. Con sus facciones marcadas delimitando perfectamente los ángulos de su rostro. Sus labios era finos y los hoyuelos que se le marcaban a ambos lados de su boca le dan un aspecto interesante. Por un momento se vio considerando al capitán Stewart como a un hombre, y no como a un soldado. Llevaba más de un año escapando de su acoso y por primera vez se fijaba detenidamente en él.
-Si queréis que se acabe ya conocéis mi respuesta. Entregaros –le sugirió con firmeza mientras se acercaba a ella al apoyarse sobre la mesa.
Su aroma a lluvia, hojas y pólvora la envolvieron hasta hacerla sentirse confundida. Perdió la noción del tiempo. No sabía qué decir. La mirada del capitán la atrapó sin que ella pudiera esquivarla. Sin darse cuenta sus dedos se habían rozado cuando apoyó sus manos sobre la mesa. Había sido un gesto involuntario, fruto sin duda de un acto reflejo. Lady McIntosh sacudió la cabeza pero sin saber que estaba rechazando. La idea de entregarse al capitán Stewart; o al hombre que la miraba de aquella manera, como si ella fuera la única.
- No puedo entregarme –le dijo con decisión.
-¿Qué os lo impide? El príncipe Estuardo se ha marchado de regreso a Francia; los jacobitas os habéis dispersado tras lo de Sheriffmuir. No queda nada por lo que seguir peleando. Nada –recalcó mientras entornaba su mirada hacia ella.
-Nací en esta tierra. Me he criado en ella. No puedo permitir que esté al servicio de un rey que no es mi rey.
-Yo tampoco estoy de acuerdo en que un extranjero se siente en el trono de mi país. Pero si ello evita el derramamiento de sangre...
-Vos soy un oficial inglés que le sirve –le espetó con dureza mientras cerraba sus manos como síntoma de crispación.- Es más, lleváis un apellido escocés. No comprendo como podéis hacerlo –le dijo apartando por unos instantes la mirada de él.
- Tal vez tengáis razón lady McIntosh.
-No busquéis halagarme. Sois mi enemigo, no lo olvidéis.
-Un enemigo que busca una solución pacífica a esta situación. No os dais cuenta que yo...
La puerta de la taberna volvió a abrirse dejando paso a un nuevo oficial inglés seguido por un pelotón de hombres armados. Lady Macintosh y el capitán Stewart se quedaron paralizados por aquella repentina aparición.
-General Wade –anunció el capitán Stewart levantándose para ir a saludarlo.
-Capitán Stewart. Me encontraba de paso en Stirling cuando vi a vuestros soldados en compañía de varios jacobitas–comenzó diciendo mientras lanzaba furtivas miradas a lady Macintosh esperando una explicación del capitán Stewart.- De manera que han quedado todos detenidos a la espera de ser conducidos a Londres, pero decidme ¿quién es? –preguntó señalando a lady Macintosh, la cual se había girado sin dejar de mirar al capitán. El anuncio del arresto de sus hombres la había puesto en alerta. Aún llevaba su pistola entre los pliegues de su vestido y un juego de dagas en sus botas.- ¿Es quien yo creo que es? –le preguntó mirando al capitán y después a lady Mcintosh.
-Es lady Macintosh señor. Estábamos...
-Celebro conoceros lady Macintosh–comenzó diciendo el general mientras extendía su brazo hacia ella. Tomó su mano y la besó haciendo exquisita gala de modales.- Y ahora si sois tan amable de explicarme qué hacéis en Stirling...
Tanto ella como el capitán Stewart intercambiaron sus respectivas miradas buscando una solución. Estaba atrapada y lo sabía. Pero ¿cómo lograría escapar? Sus hombres habían sido apresados, de manera que no podría contar con ellos. Estaba sola.
- Si me permitís general...-comenzó diciendo el capitán Stewart. Pero se calló cuando el general alzó la mano en su dirección para que se callara.
- Ha sido una suerte para vos, capitán, que haya decidido venir a Stirling –comenzó diciendo el general esbozando una sonrisa.- Bien hecho aunque debo deciros que yo me haré cargo de la situación. Podéis marcharos si queréis.
El capitán Stewart permaneció en silencio unos segundos durante los cuales fijó su mirada en lady Macintosh. Sus pupilas titilaban en esos momentos y creyó percibir un desanimo en su rostro. ¿Iba a permitir que el general la detuviera para ajusticiarla? Llevaba detrás de ella más de un año durante el cual, sus fugaces pero intensos encuentros lo habían hecho replantarse su vida entera. No había sabido porqué la había seguido día y noche sin descanso por toda Escocia. Y al verla allí ahora después del momento compartido a solas lo supo.
-Bien señor. Si me disculpáis –le dijo inclinando la cabeza para marcharse. Ni siquiera se molestó en mirarla. Salió por la puerta como si su trabajo estuviera hecho. Mientras el general Wade saboreaba la victoria.
-¿Estáis dispuesta a entregaros pacíficamente, o tendré que emplear la fuerza? –le preguntó con deje burlón e irónico mientras se desprendía con parsimonia de sus guantes.
Lady Macintosh se irguió poderosa y desafiante mientras entrecerraba sus ojos mirando al general y a sus hombres. En su mano se aferraba a la culata de su pistola.
-Tal vez debierais reconsiderarlo general Wade –le dijo esgrimiendo el arma delante de él para su sorpresa.
El general sonrió burlón por aquel atrevimiento y ordenó a sus soldados que no dispararan.
-Sólo disponéis de una bala lady Macintosh.
-Suficiente para acabar con vos –le dijo presa de la furia mientras su mirada se había vuelto fría y dura como el hielo.
-Eso siempre y cuando acertéis y mis soldados no os disparen antes.
-Es verdad, ¿queréis que probemos a ver qué sucede? –le preguntó retándolo con sus palabras mientras amartillaba el arma para disparar.
En ese instante el capitán Stewart penetró en la taberna con los jacobitas esgrimiendo sus armas. Lady Macintosh no podía creer lo que estaba viendo. Y mucho menos el general Wade quien palideció al ver como el capitán Stewart lo apuntaba con su arma, y sus soldados eran reducidos.
-¿Qué clase de locura es esta capitán? ¡Explicaos!
El capitán Stewart sonrió burlón mientras continuaba apuntando al general. Luego desvió su mirada hacia lady McIntosh y vio sorpresa pero también la dicha en sus ojos. Antes se lo había dicho: era portador de un apellido honorable en Escocia y provenía de una familia con largos años de tradición. Tal vez el sentido que había estado buscando a su vida lo hubiera encontrado en aquellas palabras, en aquel rostro y en aquellos ojos.
-Significa que lady Macintosh va a irse libremente de esta taberna y abandonara Stirling sin ningún sobresalto.
-¡Se os formará un consejo de guerra por esto capitán Stewart!
-Que me importa si ella está libre–le dijo mirando a lady Macintosh de nuevo.
Se había quedado paralizada por aquellas palabras. Pero, ¿por qué estaba dispuesto a sacrificarlo todo por ella? ¿Había sido esa su primera intención o había sucedido algo entre ellos para que ahora se comportara de aquella manera? En cualquier caso ella estaba libre y debería marcharse cuando antes. Se detuvo junto al capitán Stewart, y posando su mano sobre el brazo de él lo miró sin comprender nada de lo que estaba sucediendo. Pero la forma de mirarla por parte de él le dio la respuesta. Su rostro mudó el color, abrió la boca para decir algo, pero la emoción del momento y ese descubrimiento en su mirada la habían paralizado.
-Volveremos a vernos –le dijo el capitán Stewart deteniendo el avance hacia la puerta de lady Macintosh.
Cuando la puerta se cerró a sus espaldas el general Wade sonrió de manera irónica.
-Habéis cavado vuestra propia tumba por esa rebelde.
Sin mediar palabra el capitán Stewart levantó su brazo y golpeó con la culata de la pistola al general Wade dejándolo inconsciente.
-Es mejor que os marchéis –dijo a sus hombres.- De hoy en adelante seréis traidores a la corona.
Sin saber que hacer o qué decir los soldados vieron desaparece al capitán por la puerta.

Varias semanas después un hombre se adentraba en territorio desconocido, y peligroso. Pese a que Inglaterra y Escocia habían firmado la paz, y el príncipe Estuardo había regresado a Francia, aún había algunos resentidos con el gobierno de Londres. Adentrarse en el interior de Escocia era peligroso tanto si era favorable o contrario a la causa de los Estuardo.
-Alto, ¿dónde camináis? –le preguntó el hombre saliendo de la espesura del bosque esgrimiendo un mosquete.
-Busco a lady Macintosh.
-¿Qué tratos tenéis vos con ella?–le preguntó el hombre empleando cierta desconfianza en el tono de su voz.
El hombre sonrió mientras recordaba la última vez que se habían visto.
-Tiene una deuda conmigo.
-Será mejor que os expliquéis–comentó una voz de mujer perfectamente reconocible saliendo de detrás de los arbustos.
El capitán Stewart se quedó clavado contemplándola avanzar hacia él. Con una sonrisa cínica en su rostro y el brillo de sus ojos delatándola. Habían pasado días, semanas, sin saber de él. Momentos en lo que había comprendido que también ella lo echaba de menos; que le había gustado sentir que él la seguía; pero nunca pudo imaginar hasta que punto le faltaba.
Se quedaron en silencio observándose mientras el hombre que acompañaba a lady Macintosh se marchó. No hubo nada que no se hubieran dicho ya antes con sus miradas. Lady Macintosh se acercó hasta él arrojándose entre sus brazos para sentir su calor. La miró a los ojos y se vio reflejado en ellos. Sintió la urgente necesidad de besarla, y cuando ella le correspondió entonces por fin entendió que aquella larga búsqueda había merecido la pena.
-He viajado día y noche buscándote por cada ciudad, cada valle, cada...
Lady Macintosh silenció sus palabras con sus labios una vez más.
- No hace falta que me lo digas. Lo entendí aquel día en Stirling. Supe que había algo más que te empujaba a buscarme. No quise creerlo pero cuando me vi sin ti... me di cuenta de lo mucho que te necesitaba. Te sacrificaste por mi, ¿por qué?
-Qué podía hacer si te perdía. Durante un año te seguí para llevarte a la justicia pero siempre había algo que me lo impedía. Y por mucho que intentaba no admitirlo era cierto. Tu imagen llenaba mi mente día y noche sin explicación alguna. Y cuando por fin te encontraba siempre hallabas la manera de escaparte. Eras como la bruma de esta tierra. Imposible de retener.
-Ahora ya me tienes.
-Cierto. Y créeme que no pienso dejarte escapar. Esta vez no lady Macintosh.
-Ni yo pienso escaparme –le susurró mientras volvía a besarlo sintiendo el calor de su cuerpo, y cálido abrigo de sus labios al poseer los suyos.- Y creo que esto salda la deuda que tengo contigo –le aclaró sonriendo de dicha.

SEDUCIDO POR EL DIABLO
Inglaterra, 1626

-Sentaros Lord Huxley –le dijo el primer ministro a éste cuando entró en su despacho. Tomó asiento y se dispuso a escucharlo.- Os he mandado llamar para proponeros un asunto delicado. Pero por otra parte sois la persona indicada para llevarlo a cabo –le dijo mirándolo con gesto de preocupación.

-Os estoy agradecido, señor. Y espero ser digno de la confianza que depositáis en mí.

-Sabed que vuestra vida correrá peligro por lo que os voy a pedir. Y que entendería que la rechazarais.

-Señor, no he conocido ninguna misión de las que he llevado a cabo para la corona de Inglaterra, en la que el peligro no fuera mi compañero–le dijo bromeando para parecer cordial.

-Esta vez es distinto –le dijo frunciendo el ceño en un claro ejemplo de preocupación.

-Podéis contar conmigo sea cual sea la misión. Estoy al servicio de mi país.

-Bien, pero primero dejadme exponeros la situación, antes de que toméis una decisión en firme.- El Primer Ministro inspiró hondo un par de veces antes de proseguir.- Dentro de un mes el Tesoro Real zarpará de Port Royal rumbo a Inglaterra. En sus bodegas llevará un cargamento valioso de oro, plata y diversas joyas preciosas que asciende al montante de cerca de un millón de libras.- Lord Huxley abrió los ojos al máximo al escuchar aquella cantidad.- Sí, como veis una cantidad muy atractiva para ser tomada por los piratas.

-Entiendo.

-En especial por uno. Ese corsario francés cuyo barco Le Diable ha conseguido saquear nuestras últimas remesas enviadas desde las colonias hasta Inglaterra.

-No soy ajeno a sus correrías por el Caribe. Pero, ¿se han presentado quejas al rey francés?

El Primer Ministro sonrió amargamente.

-El rey Luis es un títere en manos de Richelieu.

-Mmm. El cardenal Richelieu –murmuró mientras su mirada quedaba suspendida en el vacío.- Un enemigo declarado de Inglaterra.

-Exacto. Hace oídos sordos a nuestros requerimientos para detener a ese corsario francés.

-En ese caso…

-En ese caso recurro a vos, lord Huxley.

-¿Qué queréis que haga? –le preguntó con cierta ansiedad por ponerse a su servicio.

-Quiero que zarpéis a Port Royal y os infiltréis en la sociedad de allí.

-¿Con qué finalidad? –le preguntó sin entender qué pretendía de él.

-Quiero que seáis mis ojos y mis oídos allí. Sabemos que ese corsario francés tienes espías que le informan de todos y cada uno de nuestros movimientos. De cuando zarpan nuestros navíos, qué carga transportan en sus bodegas, e incluso la ruta completa que seguirán.

-¿Han probado varias las rutas? ¿A engañarlos con algún tipo de señuelo? Otra nave que…

-Todas las argucias habidas y por haber se ha empleado, lord Huxley –le dijo el Primer Ministro con amargura.- Por eso os digo que debe haber alguien que le facilite esa información.

-Y vos queréis que me infiltre entre la sociedad de Port Royal para averiguarlo.

-Y para algo más delicado –le dijo mirándolo con frialdad mientras lord Huxley se mantenía expectante.- Para que acabéis con ese capitán Dubois.

Lord Huxley permaneció en silencio unos segundos mientras meditaba la proposición del Primer Ministro, y éste aguardaba expectante su decisión.

-¿Cuándo zarpa el barco para Port Royal? –le preguntó esbozando una sonrisa cínica que alivió al Primer Ministro.


Port Royal

Había llegado hacía un par de días a la isla y ya se había acomodado. El Primer Ministro le había facilitado cartas para que su llegada y acomodo fueran rápidos. No disponía de mucho tiempo para averiguar quien era el traidor a la corona de Inglaterra. Estaba convencido que ese corsario francés había conseguido introducir a alguno de sus hombres entre las altas personalidades de la isla; o bien estaba sobornando a alguien para obtener dicha información. Él lo descubriría. Era su especialidad.

Aquella tarde había llegado recado para que asistiera a una recepción. Estudió con detenimiento el mensaje, y decidió asistir. Debía empezar por algún sitio y una recepción ofrecida por el propio gobernador de la isla era el lugar propicio para sus indagaciones. Su llegada a la isla no había pasado desapercibido para nadie; es más, el propio Primer Ministro también se había encargado de ello. Como era de esperar su verdadera identidad no había sido rebelada para no poner en sobre aviso a los conspiradores. En su lugar, lord Huxley, sería un comerciante recién llegado a Port Royal con ansias de abrirse camino en el próspero mundo de las plantaciones de azúcar.

-Sin duda sois el señor Stewart –dedujo el gobernador en cuanto lo vio aparecer.

-Así es. James Stewart.

-Os doy la bienvenida a mi casa y a mi pequeña celebración–le dijo mientras James, echaba un vistazo alrededor y comprobaba que lo de pequeña era una farsa.- Espero que os hayáis instalado ya en vuestra residencia y que todo sea de vuestro agrado.

-Así es. Gracias.

-Dejadme que os presente a algunas personalidades de la isla.

James lo siguió hacia un reducido grupo que charlaba animosamente. Su mirada escrutaba sus rostros a medida que se acercaba, pero había uno que no lograba ver. El de la mujer que le daba la espalda en esos momentos. Solamente podía percibir una cascada de rizos negros como la noche, en contraste con su vestido en azul. Sus hombros de piel algo tostada parecían suaves y delicados.

-Permítanme que les presente al señor Stewart –anunció el gobernador captando la atención de los reunidos, incluida la mujer.

-Caballeros. Señorita –dijo percibiendo ahora sí, el rostro de trazos delicados de la mujer. Una par de ojos verdes como las esmeraldas lo contemplaron con detenimiento, como si lo estuviera estudiando. James se quedó fijo en aquella mirada que parecía estar retándola a apartar la suya. Pero nada más lejos de la realidad. Lo había atrapado desde ese instante.

-Parece que el señor Stewart sólo tienes ojos para la señorita Laslandes –dijo uno de los invitados a modo de chanza.

-Son los suyos los que hacen que mi atención no pueda apartarse de ella –dijo desviando la mirada hacia su interlocutor impidiéndole ser testigo de la sonrisa sensual que se había dibujado en los labios de la mujer.

-El señor Stewart ha llegado a la isla para hacer negocios. Espera asentarse y cultivar azúcar –les informó el gobernador.

-Interesante, señor Stewart. Al menos el azúcar no os lo quitará ese pirata francés –dijo un hombre de prominente barriga, con una sonrisa irónica.

-¿Habéis perdido vuestro cargamento lord Hurlington? –le preguntó el gobernador.

-Mi último envío a Londres cayó en manos de ese malnacido. Y París no hace nada por detenerlo. Eso es intolerable.

-En Francia no reina Luis. Es ese cardenal quien dirige la política de Francia –dijo otro de los invitados.

-Oh vamos, creo que estamos aburriendo a la señorita con nuestros asuntos políticos –se percató el gobernador.

Todos los presentes se centraron en ella, pero uno en especial la estudiaba detenidamente. ¿Qué hacía aquella mujer tan hermosa entre aquellos hombres? ¿Acaso tenía negocios que se habían visto afectados por los ataques de ese pirata francés?

-Nada más lejos de la realidad, caballeros. He de decir que me interesa todo lo referente a los ataques de los piratas. Yo también he visto mis ganancias mermadas por sus ataques –les informó con toda naturalidad.

-¿Vos? –dejó escapar James por su boca sorprendido por su comentario, pero más aún por la manera en que ahora mismo lo miraba.

-Tengo mi pequeño comercio de telas y joyas que se han visto apresadas por los piratas.

-Vaya, una mujer emprendedora. Lo celebro –admitió James esbozando una sonrisa de complicidad.

- He tenido que buscarme el sustento monsieur Stuart –le aclaró con un toque sensual en su voz al emplear el francés para referirse a él.

-La señorita es huérfana –apuntó el gobernador.

-Lo lamento –le dijo James inclinando levemente su cabeza en señal de respeto, pero sin apartar sus ojos de los de ella. ¿Por qué irradiaban ese brillo tan atrayente?- Entonces, ¿vive usted en la isla?

-Con mi dama de compañía y el servicio –respondió despacio, como si midiera las palabras. Aquel hombre comenzaba a inquietarla con sus preguntas, pero sobre todo con su forma de mirarla tan directa. Tan intensa, que le provocaba un leve pálpito. Un hombre interesante que merecía la pena seguir. Sonrió de manera educada antes de marcharse.- Si me disculpan he de hablar de negocios con una persona.

Todos asintieron en silencio mientras James entornaba la mirada hacia ella. Sus ojos encontraron los de ella, que como un faro lo atraían. Sonrió de manera cínica mientras se volvía con todo descaro para verla alejarse de manera sensual con cada paso.

-Una mujer más que interesante –no pudo evitar de comentar James al volverse hacia los demás.

-La señorita Laslandes es una mujer exquisita –señaló uno de ellos.

-Fascinante –apuntó un segundo.

“Fascinante, sí y misteriosa”, pensó James mientras pensaba en la manera de volverla a ver.

Deambuló por la casa charlando amistosamente con los allí reunidos, aunque en su mente la imagen de la señorita Laslandes no le permitía centrarse en su cometido. Sus pasos lo condujeron hasta el jardín, hasta donde llegaba la agradable brisa del mar. El calor no era tan sofocante como en un principio había supuesto al llegar a la isla. La noche era perfecta para pasear o disfrutarla como él estaba haciendo en esos momentos. De repente el sonido de dos voces, que parecían estar discutiendo acaloradamente, detuvo sus pasos y captó por completo su atención. Sabía que estaba mal escuchar las conversaciones ajenas, pero aquella parecía bastante interesante a juzgar por el tono de las voces. Se situó tras unos setos cercanos al lugar donde discutían, y prestó atención cuando escuchó que uno de ellos hablaba del capitán Dubois.
-Aún desconozco la ruta que tomará el barco, pero espero saberlo esta misma noche. Estad preparados para zarpar en cuanto os mande recado.
James contuvo la respiración al escuchar la voz de la mujer. Intentó asomarse para ver si era quien sus sospechas creía. Pero hacerlo era arriesgar demasiado su situación. Podría ser descubierto, y su misión verse en peligro.
-¿Y si hubiera zarpado ya? ¿Cómo estáis tan segura de que no ha sido así? –la pregunta la hizo un hombre, quien a juzgar por el tono de su voz parecía bastante enojado.

-Sigue anclado en el puerto. No, aún no ha zarpado. De eso estoy segura. Además, tardarán algunos días en meter la carga en la bodega.

-Los hombres empiezan a impacientarse –le dijo con un tono que se acercaba a la amenaza.

-No es culpa mía que todo se esté retrasando más de lo normal –le dijo con desdén y retándolo con la mirada.

-Sabed que si me estáis mintiendo…-le dijo sujetándola del brazo mientras esgrimía ante ella el filo de un cuchillo.

-¿Qué haríais? Si os atrevéis a tocarme un solo pelo, o intentáis amotinaros ya sabéis lo que os espera. No olvidéis quien vela por mi seguridad –le dijo muy segura de sus palabras.- Y ahora marcharos. No quiero que nadie os vea y pueda relacionaros conmigo.

-Procurad que el barco zarpe en esta semana –le dijo como si de una amenaza se tratara.

El hombre la miró una última vez y emitió un gruñido antes de desaparecer dejándola completamente sola. Cerró los ojos e inspiró profundamente, pensando que el aire calmaría su azorado pecho. Sin embargo, cuando parecía que lo iba a lograr una voz a su espalda la hizo volverse mientras su corazón le golpeaba las costillas sin piedad.

-Buenas noches señorita Laslandes –le dijo con un voz ronca y seductora, que le provocó un ligero sobresalto.

Durante unos minutos ninguno de los dos dijo una sola palabra más. Ambos parecían estar estudiándose en la quietud de la noche. El leve sonido de las olas rompiendo en la playa pareció distraer a James por un momento de su actual cometido. Una luna redonda y blanca gobernaba el cielo junto a su corte de estrellas. Mientras en la tierra el olor de las flores impregnaba todo el paseo. El marco era idílico para aventurarse en brazos de aquella hermosa mujer, quien por otra parte tramaba algo. Lo había intuido desde que la vio al principio de la noche. Sus ojos refulgían como dos gemas, pero su mirada era bastante peligrosa. Como si le estuviera advirtiendo del peligro que corría por estar allí. Y ahora después de la conversación mantenida…

-Buenas noches Monsieur Stuart –le correspondió con una enigmática sonrisa mientras entornaba sus ojos. Por un momento el sobresalto la invadió. Por un instante no había sido consciente de su presencia y de lo que podría representar. Por eso tras un momento de duda, un temor desconocido se adueñó de su ser. “¿Habría escuchado la conversación mantenida con aquel hombre? ¿Cómo podía estar segura que no lo había hecho?” Sintió como todo su cuerpo se tensionaba, y el rictus de su rostro se modificó.

-¿Qué hace una mujer como vos en un lugar tan idílico como éste? –le preguntó paseando su mirada por todo el jardín al tiempo que extendía sus brazos como si quisiera abarcarlo.- Y sola –matizó con toda intención.

-Necesitaba tomar el aire de la noche –le respondió sin darle mayor importancia.- Y sí, la verdad es que prefería estar sola que acompañada.

-Vaya, es extraño –murmuró James frunciendo el ceño y entornando su mirada.

-¿Por qué decís eso?

-Porque hace un momento me pareció escuchar una conversación algo acalorada a juzgar por los tonos de voz –le dijo con toda intención observando detenidamente como cambiaba el gesto de su rostro.- Y puedo asegurar que no era muy lejos de donde vos os encontráis.

Se quedó paralizada. Sin saber qué respuesta dar. Había estado cerca de ellos. ¿Qué sabía? ¿Hasta que punto había escuchado? Un ligero temblor se adueñó de su cuerpo. Volvió el rostro hacia el jardín y comenzó a caminar en un intento por alejarse de él. Sin embargo, James la siguió. Se había dado perfecta cuenta que ella le ocultaba algo.

-Lo cierto es que no he escuchado nada y llevaba un rato tomando el aire aquí fuera.

-Entiendo. Es raro que no lo hayáis escuchado estando aquí, y yo… Bueno es igual olvidadlo –le dijo mostrando cierta falta de interés en el tema.

-No suelo interesarme por las vidas ajenas. Si es cierto que había alguien discutiendo no es de mi incumbencia. Tal vez fueran una pareja de enamorados –le refirió mirándolo fijamente y sintiendo el extraño poder que su presencia ejercía sobre ella. No había conocido a ningún hombre que exhalara tanta seguridad y fuerza.- Le repito que estaba sola.

-En ese caso tal vez debería permitiros continuar con vuestra soledad…

James sonrió mientras inclinaba su cabeza en señal de respeto y hacía ademán de alejarse de ella. Ella lo contempló dar la vuelta, pero un impulso repentino la obligó a detenerlo sujetándolo por el brazo. James se volvió sorprendido por ese gesto. ¿Qué tramaba?

-No hace falta que os marchéis. Además, un poco de compañía me sentará bien.

-¿Habéis cambiado de opinión? –le preguntó perplejo y con un toque de ironía en su voz, mientras ella se limitaba a asentir.- En ese caso estoy a vuestra entera disposición –le profirió sonriendo de manera irónica.

-Decidme, ¿cuándo habéis llegado a Port Royal?

-Hace unos días.

-¿Pensáis permanecer mucho tiempo aquí?

-Eso dependerá.

-¿De qué? –le preguntó deteniendo su paseo y mirándolo desconcertada.

El olor de los jazmines impregnaba todo el paseo al tiempo que una ligera brisa mecía las hojas de los árboles emitiendo una ligera melodía. James no dejaba de admirarla mientras el creciente deseo de besarla se enroscaba a su cuerpo como una serpiente. Aquella desconocida era hermosa sin importarla qué tuviera que esconder.

-Dependerá de si encuentro algo interesante por lo que merezca la pena quedarme aquí.

-En ese caso, ¿qué buscáis monsieur? Todos buscamos algo.

-Tal vez lo que yo estoy buscando esté más cerca de lo que creía en un principio –le susurró cuando ella se detuvo bajo una arcada de rosas, que arrojaban su aroma al aire nocturno. Sonrió divertida ante aquel comentario. Pero nerviosa por la proximidad de sus cuerpos, que en esos momentos se rozaban tímidamente.- ¿Y vos? ¿Qué buscáis?

-Aún no lo he decidido.

-¿Qué os detiene a hacer una elección?

-En ocasiones lo que deseamos no es lo que más nos conviene. O está fuera de nuestro alcance. Debemos meditarlo.

-¿Y quién puede decir ahora lo que me conviene o no en este momento? –le preguntó arrastrando sus palabras peligrosamente mientras la piel de ella se erizaba. James se acercó aún más, siendo consciente del peligro que corría, pero que por otra parte no parecía querer evitar. Si sus sospechas eran ciertas, y aquella mujer tenía algo que ver con ese pirata francés… que Dios le perdonará, porque él no podría.

-Cuidado Monsieur,tal vez descubráis que lo que deseáis no es lo más apropiado para vos –le susurró a escasos centímetros de sus propios labios, mientras sentía como la rodeaba lentamente con sus brazos, como se dejaba envolver por aquella caricia, por aquel deseo de sentirlo junto a ella.- Corréis peligro.

-No lo dudo, pero os advierto que el peligro ha sido una constante en mi vida.

-Este es aún mayor –le susurró mientras no podía controlar sus manos, las cuales ascendían por sus brazos en dirección a su cuello. Ni podía controlar a su agitado corazón, ni sus incomprensibles deseos de besarlo. Sus piernas flaqueaban por la sensación de bienestar a la que él la había arrastrado; el deseo palpitaba en su interior como una llama que amenazaba con arrasarlo todo a su paso. Se humedeció los labios lentamente, de manera sensual, preparándolos para recibir los de él.

-No lo dudo. Sé que con vos corro un gran peligro, pero me arriesgaré de todas maneras. Vos lo merecéis –le susurró antes de que sus labios tomaran posesión de los de ella.

Sintió un leve roce en un primer momento. Como si el viento acariciara sus labios. Lentamente los abrió permitiendo que su lengua invadiera su boca y se entrelazara de manera frenética con la suya. Sintió como él la atraía hacia su cuerpo, como el deseo latía en su interior, como las ansias de besarla eran más fuertes que su cordura. Y entonces se dejó arrastrar por la llama de la pasión; se dejó consumir por el deseo febril que lo poseía. Sus manos recorrieron su espalda emitiendo descargas que sacudían el cuerpo de ella. La sintió hambrienta de besos y caricias. Y se convirtió en su esclavo sin pretenderlo. Su boca recorrió su cuello y descendió hacia su escote, donde se detuvo cubriéndolo de besos, que provocaron que el deseo aumentara. Cerró los ojos y se abandonó a sus deseos de mujer apasionada.


Se había despertado hacía tiempo y ahora permanecía apoyado en el saliente de la ventana mientras los primeros rayos de sol, anunciaban un nuevo día. Su mirada permanecía fija en la mujer que se agitaba bajo las sábanas. Sus cabellos negros como la pólvora resaltaban sobre el blanco inmaculado de la almohada; de igual manera que su bronceada piel, que había recorrido con sus manos. La había cubierto de besos, se había adentrado en ella sin importarle el precio que debería pagar al final. Sólo era consciente de que debía amarla aquella noche. Recordó como ella lo había dominado en todo momento, como se había sentado ahorcajadas sobre él y como lo había conducido hacia su interior en medio de una vorágine de besos, de caricias, de palabras susurradas, de promesas, de peticiones, de gemidos… Su boca experta había sido creada para besar, para lamer, para seducir sin piedad, para volver loco a cualquier hombre, y ¡su cuerpo!... Nunca había tenido uno igual entre sus manos, sobre el suyo propio. Jamás había conocido criatura como ella. Recordó su mirada entre el velo del deseo febril que la poseía, y como había profundizado sus besos mientras enmarcaba su rostro entre sus manos.

Trató de apartar todos esos recuerdos de su mente y concentrarse en la mujer. Pero no desde el punto de vista sexual, sino en el misterio que encerraba. No había olvidado su conversación con aquel hombre. Si era lo que se temía, había tomado la decisión acertada al haber hablado con el gobernador justo antes de despedirse de él. Le había advertido de sus sospechas y si eran ciertas evitaría que ese capitán Dubois se hiciera con el cargamento del Tesoro Real.

Se había incorporado sobre sus codos y ahora entrecerraba sus ojos para mirarlo. La sábana le cubría sus voluptuosos pechos, en los que James fijaba ahora su mirada, y sonreía con picardía al recordarlos la noche pasada. Madeleine inspiró hondo mientras trataba de pensar como habían acabado allí. Sonrió al tiempo que sacudía su cabeza como si quisiera rechazar esa idea, pero el mero hecho de recordar la experiencia vivida provocaba que su piel se erizara, y que el deseo volviera a llamar a sus puertas.

-¿Por qué me miras de esa manera? –le preguntó sintiendo la intensidad de su mirada recorriendo cada centímetro de su piel al descubierto.

-Tal vez seas tú la que me provoques esas miradas.

Madeleine sonrió burlona.

-No esperaba verte esta mañana.

-Digamos que no tenía prisa por ir a ninguna parte.

-¿Y tus negocios? Anoche escuché que querías establecerte en la isla…

James sonrió divertido. No podía creer que se hubiera tragado esa información.

-Mis asuntos están resueltos.

Aquellas palabras la cogieron por sorpresa. Pero más aún el rictus de su rostro, su mirada, y su sonrisa de triunfo. Sin saber por qué recordó la conversación en el jardín con uno de sus hombres. La presencia de él cerca. ¿Tendría que ver algo con todo aquello? No, claro que no. Él no tenía ni idea de quien era ella. Y mucho menos de lo que estaba haciendo. No tenía porqué preocuparse. Por otra lado no era conveniente tenerlo mucho tiempo cerca. Lo que él había despertado en su interior nadie lo había conseguido anteriormente. Eso era peligroso para ella. No podía permitirse ser esclava de sus caricias y de sus besos por mucho que los anhelara. Debería abandonar la cama y seguir con su vida en la que él no tenía cabida.

-¿Tienes prisa? –le preguntó él al verla salir de la cama como si de una ninfa se tratara.

-Yo si he de atender mis negocios.

James sonrió y chasqueó la lengua.

-Lo olvidaba. Dime, ¿perdiste mucho dinero con tu último cargamento?

Madeleine se volvió hacia él mientras cubría su desnudez con una bata y lo miraba con naturalidad.

-Bastante, ¿por qué? ¿Piensas abonar tú las pérdidas? –le preguntó con un toque irónico en su voz.

-¿Debería?

No quería tenerlo tan cerca de ella. No quería que se inmiscuyera en su vida. Permitirle ciertas licencias sería peligroso para ambos si llegara a saber quién era ella… no le dejaría otra opción.

-No, no necesito nada de ningún hombre –le espetó con cierta furia.- He sabido salir adelante yo sola. Y ahora si me disculpas…

-No tan deprisa –le dijo sujetándola por el brazo y volviéndola hacia él para que sintiera la determinación de su mirada.

-¿Qué quieres? ¿Qué esperas? ¿Te crees con derechos sobre mí porque hayamos compartido mi cama?

-Por supuesto que no.

Se quedó pensativo mientras dudaba sin contarle la verdad de sus pesquisas, de sus planes, pero prefirió dejarlo estar por ahora. Ella sola descubriría lo que más le convenía llegado el momento. Y él estaría allí. Esperándola pacientemente. Sin importarle quien era, o quien había sido. Sin decirle nada más la soltó mientras sus miradas parecían estar manteniendo un duelo.

-¿Qué esperas entonces? –le preguntó alzando el mentó con altivez.

-Nada. No espero nada –le respondió enojado con su comportamiento. Recogió su camisa y su chaqueta y sin decir nada más se marchó dejándola sola en su habitación. Cuando se hubo marchado sintió que la tensión desaparecía y sus hombros se relajaban. Se sentó mientras su cabeza daba vueltas, y el desanimo se apoderaba de su pecho. Era la primera vez que permitía a un hombre llegar tan lejos y tan cerca a la vez. Tan lejos como para entregarse en una noche de pasión, y tan cerca de su corazón.

-¿Hicisteis lo que os pedí?

Fue lo primero que dijo nada más entrar en el despacho del gobernador de Port Royal. Lo encontró sentado tras su mesa revisando varios papeles. Al verlo entrar levantó su mirada de éstos.

-Deberíais explicarme quién os creéis que sois para hablarme de esa manera –le espetó algo molesto por sus palabras.

-Si estoy en lo cierto evitaré que el Tesoro Real caiga en manos de los piratas.

-¿Por qué debería fiarme de vos? Sé que traéis referencias de Londres pero bien podrían… ¿Qué esto? –le preguntó mientras cogía un documento que James le tendía.

-Nadie sabe quien soy en realidad, salvo vos –matizó dejando claro la situación en lo que esta le dejaba.

-¡Lord Huxley! –exclamó el gobernador al terminar de leer el documento.

-He venido por orden del Primer Ministro para averiguar quien está detrás de los asaltos a los mercantes ingleses.

-Vuestra fama os precede, pero decidme, ¿tenéis ya una idea de quien pudiera estar detrás de todo esto?

James se quedó con la mirada fija en un punto mientras su mente bullía de pensamientos encontrados. De imágenes de una noche de pasión en brazos de la mujer más deseable que había conocido, pero que al mismo tiempo levantaba sus sospechas.

-Aún no. Pero creo ir en el camino adecuado.

-Entonces, ¿qué sugerís?

-Que la carga sea transportada a otro navío. Dejad que el Tesoro Real zarpe rumbo a Inglaterra sin nada más que baratijas para que los piratas se queden con ellas. Haced correr la noticia de que zarpará dentro de dos días.

-¿Y qué haréis vos?

-Preparad una dotación de los mejores hombres para subir a bordo conmigo. Iré en el Tesoro Real.

-Pero… ¡os atacará ese capitán Dubois!

-Eso es precisamente lo que pretendo.

-Pero…

-Tengo órdenes de llevarlo a Inglaterra, vivo o muerto.

La noticia de la partida del Tesoro Real corrió como la pólvora en Port Royal. James era consciente que eso alertaría a los hombres del capitán Dubois, y que los mantendría ocupados. Eso incluía a Madeleine, quien durante los dos siguientes días a su encuentro, a penas si se había dejado ver. La noche antes de que el barco zarpara recibieron la noticia de que estaba indispuesta, y que no asistiría a una de las recepciones que se celebraban. James se mostró satisfecho y confiado por el resultado que la noticia de la partida del navío había provocado en ella.
A la mañana siguiente James zarpó a bordo del Tesoro Real mientras otro navío cargado con el oro y la plata para Londres zarpaba escasas horas después, por una ruta diferente. Confiaba en que el capitán Dubois estuviera tan atareado preparando el ataque, que no se diera cuenta del engaño. En ese momento sus pensamientos volvieron a Madeleine. No había conseguido olvidarla pese a que su despedida no había sido de lo más cortés. Pero confiaba en poderse ver pronto.

-Señor, una vela –le informó el contramaestre en cuanto la divisó a lo lejos.

-Bien, mantén el rumbo –le dijo mientras observaba por el catalejo.- Seguramente nuestro querido capitán Dubois quiera hacernos una visita. Que los hombres estén en sus puestos.

-Sí, señor.

-Por fin das la cara Dubois. Pues veremos como se te queda cuando veas lo que hay en las bodegas –comentó para él mismo mientras esbozaba una sonrisa irónica.


Le Diable cortaba las aguas y el viento a gran velocidad. Su capitán había puesto a todos sus hombres a la maniobra. No quería darle tregua al Tesoro Real. Además, la tripulación estaba ansiosa por apresarlo. La carga de sus bodegas los haría un poco más ricos.

Sobre el castillo de proa, James observaba con detenimiento como se acercaba a ellos. Había mandado desplegar todo el trapo para así ser más rápidos. Sonrió divertido al comprobar el ansia que demostraba ese capitán francés por hacerse con su cargamento.

-Señor, están muy cerca.

-Dejadlos que se acerquen un poco más. Tened las mechas listas.

No había terminado de decirlo cuando un sonido atronador invadió el aire. Era como si el cielo se estuviera partiendo en dos; o las propias puertas del infierno se hubieran abierto. Los cañones de le Diable habían hablado anunciando su llegada.

-¡A vuestros puestos! –ordenó intentando hacerse oír por encima del estruendo de los cañones.

La nave pirata se acercaba cada vez más haciendo que sus disparos de artillería fueran más certeros. Y aunque el Tesoro Real respondía como mejor podía, su dotación no tenía mucho que hacer frente a Le Diable. James fue testigo de como la borda de estribor saltaba en mil pedazos, y como varias piezas de artillería quedaban inutilizadas. El olor a pólvora impregnaba el aire, y el humo era una cortina que no le permitía ver a sus oponentes.

-¡Al abordaje! –fueron las palabras que logró escuchar mientras desenvainaba su sable para repeler a los piratas.

-Recordar que el capitán Dubois es mío –le gritó a los hombres antes de enzarzarse en una encarnizada lucha.

En un instante el ruido producido por el entrechocar de sables fue lo único que se escuchó. James se desembarazó de dos hombres con diestros golpes de muñeca. Por un instante alzó la mirada buscando al capitán Dubois para ajustar cuentas. Recorrió la cubierta buscándolo entre la multitud, y cuando finalmente dio con él, o mejor dicho con ella no pudo evitar sentir la satisfacción del momento. Le tocó en su hombro con su espada captando su atención. El capitán Dubois se volvió con audacia y rapidez para quedarse clavado frente a él. Sintió que su cuerpo quedaba paralizado por la visión, que sus músculos se negaban a continuar con la lucha, que sus piernas parecía que fueran a perder la estabilidad, sintió que su boca se secaba, que la sangre de sus venas se le helaba, y que su corazón se negaba a seguir latiendo.

-Celebro veros, mademoiselle.No me habéis defraudado –le retó esgrimiendo un sonrisa cínica y el filo de su espada en alto. Estaba arrebatadora con aquella fina camisa de hilo entreabierta dejando ver el valle de sus pechos, sus cabellos ocultos bajo un pañuelo dejando libre algunos mechones, sus caderas marcadas por los pantalones ceñidos y aquellas botas de piel negras. El deseo se apoderó de él por un instante.

-¿Vos? Sabíais que era yo… Aquella noche… en el jardín…-comentó mientras la mirada de él le causaba estragos. Los recuerdos de aquella noche se adueñaron de su mente torturándola. Era como si el hecho de recordarlo le erizara la piel. Sus caricias por sus piernas, sus labios en sus pechos, su cuerpo bajo el de ella, la pasión, el deseo,…

-Bueno, eso y algunas averiguaciones que hice después.

Madeleine no se lo pensó dos veces y levantó su espada dispuesta a matarlo, pero James logró detener el golpe sin reparo. Sonrió al verla esforzarse en toda su plenitud para herirlo. El duelo captó la atención de los demás hombres de Le Diable,que en seguida los rodearon. Madeleine se batía de manera prodigiosa. En su pecho latía el ansia por acabar con él, por haberla seducido, por haberla utilizado de aquella manera. La había espiado a sus espaldas, mientras ella sufría en silencio por su amor. Por su ausencia. Por tener que sacrificarlo por su misión. Y ahora…

El choque de los aceros hacía saltar chispas, al igual que el encuentro de sus miradas. James se vio acorralado contra la borda mientras ella se abalanzaba presta a acabar con él. James aguantó su empuje mientras el filo de su espada se acercaba a su rostro. La rodeó por la cintura con la mano que tenía libre mientras no apartaba su mirada de la de ella. Sentía sus pechos sobre él, sus muslos rozando sus piernas, sus labios entreabiertos tomando aire, el pañuelo se había caído liberando por completo sus cabellos, que ondeaban ahora libres como el látigo de siete colas, que se empleaba en la marina para castigar a los marineros díscolos.

-Sois mejor amante que espadachín –le dijo provocando la furia en ella mientras sentía la mano de James sobre su cintura provocando mil y un tormentos. La empujó lejos de él mientras tomaba aire y volvía a recibirla.- Hacéis honor al nombre de vuestro navío, mademoiselle. Sois el mismísimo diablo.

Volvieron a encontrarse pero en esta ocasión ella consiguió engañarlo con una salida en falso por la derecha que acabó por desarmarlo. Sintió la punta de su espada bajo su mentón. Su mirada llena de odio, su respiración agitada, sus pechos subiendo y bajando bajo la camisa, sus labios entreabiertos mientras se los humedecía con su lengua. Sabía que estaba a su merced, pero no pediría clemencia.

-¿Qué decíais? –le preguntó mientras la presión de la espada le obligaba a alzar el mentón.

-No vais a matarme. Y vos lo sabéis tan bien como yo.

En ese momento, la voz de los hombres la distrajo.

-Capitán, mirad –le dijo exponiendo ante ella un cofre lleno de baratijas.

Madeleine lo miró de soslayo por un breve momento antes de volver a fijar su mirada en James, quien ahora esbozaba una sonrisa de triunfo.

-¿Qué os hace tanta gracia? –le preguntó mientras devolvía la espada a su vaina pero extraía una pistola que llevaba bajo el fajín.

-Eso es todo lo que encontraréis en las bodegas de este navío.

Aquellas palabras provocaron un silencio primero entre los hombres de Madeleine. Y un murmullo y señales de protesta.

-¿Dónde está el resto del cargamento? –le preguntó apretando sus dientes mientras esgrimía su pistola apuntándolo.

-En otro barco rumbo a Londres.

Aquella respuesta no la esperaba ninguno de los presentes. El rostro de ella se volvió pálido, toda expresión de triunfo desapareció sin dejar rastro.

-Vamos capitán Dubois, o debería llamarte Madeleine. ¿Esperabas que después de descubrir quien eras te lo pusiera tan fácil? –le preguntó con una mezcla de burla y enojo en el tono.- ¿Por quién me tomaste?

-¡Callaros! –le espetó mientras lo abofeteaba presa de la rabia que sentía por haber sido burlada.

-Veo que he conseguido engañaros, capitán Dubois –le dijo sonriendo mientras sentía la rabia propia de alguien que siente que está traicionando a la única mujer que le había interesado.

Por un segundo se sintió traicionada, abatida, derrotada. Inclinó la cabeza y cerró los ojos tratando de pensar claramente que estaba sucediendo, pero cuando quiso darse cuenta, James la tenía aferrada a él. Un brazo rodeaba su cintura de nuevo y en el otro sostenía su pistola.

-Si alguno se acerca ella morirá –dijo con el gesto serio mientras el cañón de su pistola apuntaba directamente a la cabeza de ella.

La sintió temblar por un instante mientras sus cuerpos permanecían juntos. Madeleine sentía el roce de su brazo bajo sus pechos y como éste le producía una sensación extraña, pero agradable a la vez.

-No importa que la matéis. Si lo hacéis nombraremos a otro capitán –le dijo un tipo alto con una prominente barba.

-Vaya, capitán, veo que vuestra tripulación no os tiene en demasiada estima.

Intentó revolverse bajo su abrazo pero lo único que consiguió fue rozarse contra su cuerpo una vez más.

-Es toda vuestra.

-Tal vez queráis hacer un trato

Madeleine miró de reojo el rostro de James y después a sus hombres. ¿Qué pretendía? Apretó sus dientes con furia.

-Estaos quietecita –le dijo con cariño, como si fueran amantes.- Os la cambio por la carga del Tesoro Real y todo lo que os apetezca. Eso sí, dejad el barco en un estado aceptable para que pueda navegar hasta Londres.

-¡Malnacido, me cambias por unas baratijas! –le dijo rechinando sus dientes.

-Os estoy salvando la vida –le susurró acercándose sus labios a su oreja. Aspiró la fragancia de sus cabellos, a sal, a mar. Su suavidad rozó sus labios instándolo a besarla. Pero no era el lugar ni el momento.

-¿Qué haréis con ella?

-Eso no os incumbe. También os advierto que a escasas leguas se encuentra un navío de la armada británica en el Caribe. SI os encuentran aquí no os darán tanto tiempo para pensarlo. ¿Qué decís? ¿La carga del Tesoro Real a cambio de ella. Y de que podréis marcharos?

-¡Sois un cerdo!

-Puedo parecerlo pero no lo soy. Apuesto a que con el tiempo cambiareis de opinión y acabareis llamándome, amor mío.

-Ni en sueños.

-Os recuerdo que ya me lo dijisteis una vez –le recordó con toda intención mientras los recuerdos de la noche compartida volvían a su mente. ¿Se lo había dicho? No podía recordar todas las palabras susurradas en mitad de la pasión, del desenfreno,…

-Está bien. Es toda vuestra.

James sonrió complacido por la respuesta mientras Madeleine no podía dar crédito a lo que acababa de suceder. Su propia tripulación la dejaba en manos de aquel inglés. Vio como los hombres recogían las baratijas y algunos objetos de valor antes de regresar a su navío. En todo momento Madeleine siguió presa del abrazo de James, mientras sentía el frío cañón de su pistola en su cabeza. Pero, ¿por qué intuía que él no se atrevería a dispararla? Por primera vez sonrió pese a la tensión. Por lo mismo que ella tampoco lo haría.

-Señor, ¿por qué habéis hecho ese trato con los piratas?

James sonrió mientras la miraba a ella apoyada en la borda contemplando como Le Diable se alejaba sin ella. Malditos, pensó mientras apretaba sus puños y golpeaba la borda.

-Señor Morrison, me encargaron apresar al capitán Dubois a cualquier precio –comenzó diciéndole mientras Madeleine no comprendía a qué se refería. Miraba a James con perplejidad.- Y ya lo tengo –concluyó mientras su mirada se quedaba clavada en la de ella.


-¿Piensas llevarme a Londres para entregarme? –le preguntó a solas en su camarote mientras quedaba de pie frente a él.

-Pienso llevarte a Londres, sí.

-No pienses que conseguirás entregarme a la justicia. No te lo pondré fácil –le rebatió mientras apoyaba sus manos sobre la mesa y lo miraba fijamente mientras su pecho palpitaba.

-Ya lo sé.

-¿Lo sabes? –le preguntó sorprendida mientras él se levantaba de su silla y caminaba dando la vuelta a la mesa. Se quedó de pie frente a ella sumergiéndose en su cristalina mirada.- Soy consciente de que no me lo pondrás fácil, y por ello voy a ofrecerte un trato que espero que sepas valorar.

-¿Un trato? Ya veo como son –le dijo con un toque irónico.-Me has cambiado por un cofre de baratijas.

-Y varios juegos de cortinas, una vajilla de plata, una cubertería, una cristalería… Déjame pensar.

-Te odio –le espetó furiosa arrojando su ira contra él.

-No lo parecía la noche en que nos conocimos.

Madeleine se quedó clavada sin saber qué decir en su defensa. Los recuerdos volvieron a inundar su mente como si de un torrente de agua se tratara. ¿Por qué acudían una y otra vez? ¿Por qué no era capaz de desterrarlos para siempre? James posó sus manos sobre os hombros de ella provocándole una calidez y una quietud que en verdad le hacían falta. Y su mirada… llena de comprensión, de cariño. Podía verlo, podía sentirlo.

-No quiero ningún trato –le dijo sacudiendo su cabeza.

-Pero si aún no sabes que voy a ofrecerte.

-No importa, yo…

-Quédate conmigo.

Las palabras salieron de su boca como si de una detonación se tratara sacudiendo su línea de flotación. Madeleine, creyó que se caería redonda puesto que las piernas no querían responderle. Abrió los ojos al máximo, intentó pronunciar alguna palabra, algún sonido, hacer un solo gesto. Pero todo cuanto intentaba era inútil. Su mente se había bloqueado sin ser capaz de reaccionar. Una risa nerviosa comenzó a estremecer su cuerpo. Miraba a James como si le estuviera tomando el pelo, como si aquello fuese una pesada broma. Pero el rictus serio de su rostro le indicó que era verdad. Que en realidad le estaba ofreciendo ¿qué?... ¿vivir con él? Por favor, nunca se lo había planteado. Su vida era el mar, era independiente y quería seguirlo siendo, pero… Entornó su mirada. Sintió los latidos de su corazón acelerados al pensar en la remota posibilidad de hacer realidad lo que le pedía.

-Quédate a mi lado Madeleine –le pidió en un susurro mientras posaba sus manos sobre su hombros y la mirada directamente.

-No sabes nada de mí…

-Sé lo que necesito. Y eso me basta.

-Es una completa locura, yo…

-¡Entonces que me declaren loco¡ ¡Que me encierren! –gritó en alto mientras ella se quedaba sin palabras ante sus gestos.- Pero nunca sanaré de mi locura si tú no estás a mi lado –le susurró mientras le pasaba la mano por la mejilla con suavidad, con delicadeza. Madeleine, en un movimiento inconsciente, posó su mano sobre la de él para que no la apartara. Para sentir su calor. Lo miró a los ojos mientras reía.

-¿Por qué? Viniste a buscarme para entregarme a la justicia inglesa… -trató de explicarle en un intento por ordenar cada uno de sus pensamientos. Era cierto que ella sentía por él algo extraño, profundo en su pecho. Algo que la hacía sentirse querida, protegida. Ningún hombre la había mirado como él. Ni le había susurrado palabras de amor.

-Vine a buscar al capitán Dubois, y encontré mi mayor tesoro.

-¿Qué pasará si no me entregas? ¿Qué te sucederá? –le preguntó preocupado por él. No podía evitarlo. Le preocupaba su destino.

-Siempre puedo decir que el capitán Dubois se escapó camino de Londres –le confesó sintiendo que estaba traicionando a su país, a la Corona,… pero no lo haría con su corazón.

-¿Traicionarías a tu país por mi? –le preguntó sin poder creer que fuera a hacerlo.

-Ya lo he hecho al salvarte la vida en tu barco. Y ahora al tenerte aquí.

La miró fijamente mientras sentía que se hundía en su mirada. Le pasó el pulgar por sus labios mientras esbozaba una sonrisa de complicidad. Madeleine no quería pensar si aquello era lo más conveniente. Salvaría su cuello de la horca, a cambio de quedarse con él.

-Rinde el pabellón de tu navío capitán Dubois –le susurró en sus labios antes de estrecharla ente sus brazos y apoderarse de sus labios.

Madeleine sintió su deseo por besarla, pero también su ternura y su calidez en sus labios. Permitió que su lengua buscara a su compañera y juntas danzaran de manera frenética mientras ella se apretaba más y más contra su cuerpo sintiendo el golpe de la pasión, el deseo palpitando en su cuerpo. La cogió en brazos y la llevó hasta la cama sin dejar de besarla ni un solo instante.


Londres, algunas semanas después

-¿Se escapó? Pero, ¿cómo ha sido posible lord Huxley? –le preguntó el Primer Ministro sorprendido por tan grave situación.

-No lo sé, señor. Imagino que contó con ayuda.

-¿Ayuda decís? –le preguntó contrariado.

-Hombres del cardenal Richelieu. Nos estaban esperando. No pensé que pudiera suceder.

-¿Qué sucedió?

-Al llegar a Dover, un hombre me dijo que el carruaje lo mandaba el gobierno para recogerme y conducirme a Londres. No sospeché nada por el camino hasta que nos detuvimos en una posada. Y entonces… entonces el capitán Dubois desapareció.

-¿Sin más?

-De repente. Os juro que estuve cerca de él en todo momento. Sin embargo, comencé a sentirme mareado, cansado. Seguramente pusieron algo en mi jarra de vino que hizo que me quedara dormido. Momento que el capitán Dubois aprovechó para escapar.

El Primer Ministro apretó contrariado sus puños, y airado por la situación.

-Confiemos que regrese a París y nos deje tranquilos durante algún tiempo. Por fortuna vuestro plan, para trasladar la carga en otro navío, resultó efectivo. Todo el cargamento llegó a su destino.

-Es una buena noticia.

-Sí que lo es. En fin, os estoy agradecido por vuestro trabajo. No se pudo atrapar al capitán Dubois, pero la carga del Tesoro Real llegó a su destino. ¿Podré contar con vos en el futuro?

-Me temo que no señor –le dijo comprobando el gesto de sorpresa en el Primer Ministro.- Tengo intención de pedirle a una amiga mía que se casa conmigo.

-En ese caso debo felicitaros. Decidme, ¿quién es ella?

-Oh, es una vieja amistad. Creo que es hora de que asiente la cabeza y me retiré del servicio activo.

-Sin duda que os lo merecéis. Os deseo mucha felicidad lord Huxley.

James regresó a su casa a las afueras de Londres, donde esperaba encontrar a Madeleine. Durante esos días pasados en la capital se había dado cuenta que la echaba de menos, y que era la primera vez que sentía algo parecido por una mujer.

Lo distinguió a lo lejos sobre su caballo. Era imposible que se equivocara cuando su corazón latía de aquella manera. Sintió júbilo por tenerlo de vuelta, pero al mismo tiempo el temor a lo que pudiera haber sucedido estos días en Londres la angustiaba. ¿Y si no había logrado convencer al Primer Ministro? ¿Y si descubrían finalmente quien era ella? Llevaba algunas semanas en su casa y la vida que le había propuesto era más de lo que ella pudo imaginar. Durante su ausencia había pensado en todo lo que había cambiado su vida. Y se asustó cuando descubrió que lo echaba de menos, y que sus deseos por verlo se acrecentaban con cada día que él no estaba en la casa. ¿Qué sentía por él? ¿Lo amaba como para realmente quedarse a su lado?

Nada más descender de su caballo se apresuró hacia ella para estrecharla entre sus brazos y mirarla con devoción. Aquella mirada de ojos tan brillantes que lo había atrapado la primera vez que se vieron, aquellos labios tan seductores, su sonrisa, su rostro…

-¿Cómo fue todo? –le preguntó entornando su mirada y bajando la voz. Sintiendo el temor por un fatal desenlace.

-No tienes de qué preocuparte. He sido muy convincente.

-Entonces… ¿no corro peligro?

-No hay nada que pueda relacionarte con tu anterior vida.

Una sonrisa de felicidad se dibujó en su rostro mientras no podía dar crédito a las palabras de James. ¡Era libre! Libre para hacer e ir donde quisiera sin peligro de ser reconocida. Además, desde que había llegado a la casa de James, su aspecto había variado notablemente, sus ropas, sus cabellos, su piel, los cuidados de las doncellas habían hecho resurgir a una nueva Madeleine. Una mujer enamorada de su hombre.

-Estos días han sido un castigo lejos de ti –comenzó a decirle mientras cogía su rostro entre sus manos y sus pulgares trazaban círculos en sus mejillas.- No sabes cuanto me dolían los brazos por poderte estrechar entre ellos. Cuando he ansiado tus labios, tu mirada en la noche, tus palabras susurrándome…

Ella lo miraba sin saber qué decirle. La emoción de la situación la había atrapado sin dejarle articular una sola palabra. Se limitó a deslizar el nudo de su garganta, mientras sus piernas temblaban y creía que caería de un momento a otro. Se aferró a sus brazos con fuerza mientras en su pecho el sentimiento de mujer enamorada se hacía más latente con cada una de sus palabras. Quería decirle que ella había sentido lo mismo, que lo había echado de menos, que había anhelado sus caricias, sus besos, sus miradas largas y apasionadas en la noche, pero era tal su emoción por escucharle decir aquello, que las palabras se quedaron en su garganta.

-Madeleine, quédate conmigo para siempre. Se mi esposa –le dijo mientras la cogía de sus manos y la miraba con intensidad, con devoción, con amor.

Le pareció que su corazón se saldría de su pecho. Sus ojos se empañaron de emoción. Se soltó de sus manos para llevárselas a sus labios y ahogar el llanto. Aquel gesto conmovió a James, quien se sintió el hombre más dichoso, pues sabía que ella aceptaría. Se alzó sobre sus pies para rodearlo por el cuello con sus brazos y fundirse en un beso. Devoró sus labios mientras las lágrimas caían por sus mejillas llevándose con ella a la mujer que fue en otro tiempo.

-¿Eso es un sí? –le preguntó confuso e irónico mientras entornaba su mirada hacia ella.

-Creo que es evidente que acabo de arriar mi pabellón, amor mío –le susurró presa del nerviosismo, de la emoción, y del amor que sentía por él. Se dio cuenta del apelativo que había empleado, y recordó como él le había prometido que acabaría llamándolo de esa manera.

James no fue ajeno a ello y sonrió de manera cínica.

-Sabía que acabarías por llamarme así. Y me satisface que lo hayáis hecho Lady Huxley –le dijo provocándole un revuelo en su interior al escucharle llamarla así.






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