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viernes, 30 de noviembre de 2012

Seducido por el diablo

Os traigo un nuevo relato que me rondaba la cabeza. Me encanta la temática de piratas, por eso escribí La condesa de Pembroke y Dulce persecución, que entregaré a Vestales en su momento. Bueno espero de momento os conformeis con este pequeño adelanto. Que los disfrutéis.



Inglaterra, 1626

-Sentaros Lord Huxley –le dijo el primer ministro a éste cuando entró en su despacho. Tomó asiento y se dispuso a escucharlo.- Os he mandado llamar para proponeros un asunto delicado. Pero por otra parte sois la persona indicada para llevarlo a cabo –le dijo mirándolo con gesto de preocupación.

-Os estoy agradecido, señor. Y espero ser digno de la confianza que depositáis en mí.

-Sabed que vuestra vida correrá peligro por lo que os voy a pedir. Y que entendería que la rechazarais.

-Señor, no he conocido ninguna misión de las que he llevado a cabo para la corona de Inglaterra, en la que el peligro no fuera mi compañero –le dijo bromeando para parecer cordial.

-Esta vez es distinto –le dijo frunciendo el ceño en un claro ejemplo de preocupación.

-Podéis contar conmigo sea cual sea la misión. Estoy al servicio de mi país.

-Bien, pero primero dejadme exponeros la situación, antes de que toméis una decisión en firme.- El Primer Ministro inspiró hondo un par de veces antes de proseguir.- Dentro de un mes el Tesoro Real zarpará de Port Royal rumbo a Inglaterra. En sus bodegas llevará un cargamento valioso de oro, plata y diversas joyas preciosas que asciende al montante de cerca de un millón de libras.- Lord Huxley abrió los ojos al máximo al escuchar aquella cantidad.- Sí, como veis una cantidad muy atractiva para ser tomada por los piratas.

-Entiendo.

-En especial por uno. Ese corsario francés cuyo barco Le Diable ha conseguido saquear nuestras últimas remesas enviadas desde las colonias hasta Inglaterra.   

-No soy ajeno a sus correrías por el Caribe. Pero, ¿se han presentado quejas al rey francés?

El Primer Ministro sonrió amargamente.

-El rey Luis es un títere en manos de Richelieu.

-Mmm. El cardenal Richelieu –murmuró mientras su mirada quedaba suspendida en el vacío.- Un enemigo declarado de Inglaterra.

-Exacto. Hace oídos sordos a nuestros requerimientos para detener a ese corsario francés.

-En ese caso…

-En ese caso recurro a vos, lord Huxley.

-¿Qué queréis que haga? –le preguntó con cierta ansiedad por ponerse a su servicio.

-Quiero que zarpéis a Port Royal y os infiltréis en la sociedad de allí.

-¿Con qué finalidad? –le preguntó sin entender qué pretendía de él.

-Quiero que seáis mis ojos y mis oídos allí. Sabemos que ese corsario francés tienes espías que le informan de todos y cada uno de nuestros movimientos. De cuando zarpan nuestros navíos, qué carga transportan en sus bodegas, e incluso la ruta completa que seguirán.

-¿Han probado varias las rutas? ¿A engañarlos con algún tipo de señuelo? Otra nave que…

-Todas las argucias habidas y por haber se ha empleado, lord Huxley –le dijo el Primer Ministro con amargura.- Por eso os digo que debe haber alguien que le facilite esa información.

-Y vos queréis que me infiltre entre la sociedad de Port Royal para averiguarlo.

-Y para algo más delicado –le dijo mirándolo con frialdad mientras lord Huxley se mantenía expectante.- Para que acabéis con ese capitán Dubois.

Lord Huxley permaneció en silencio unos segundos mientras meditaba la proposición del Primer Ministro, y éste aguardaba expectante su decisión.

-¿Cuándo zarpa el barco para Port Royal? –le preguntó esbozando una sonrisa cínica que alivió al Primer Ministro.

 

Port Royal

Había llegado hacía un par de días a la isla y ya se había acomodado. El Primer Ministro le había facilitado cartas para que su llegada y acomodo fueran rápidos. No disponía de mucho tiempo para averiguar quien era el traidor a la corona de Inglaterra. Estaba convencido que ese corsario francés había conseguido introducir a alguno de sus hombres entre las altas personalidades de la isla; o bien estaba sobornando a alguien para obtener dicha información. Él lo descubriría. Era su especialidad.

Aquella tarde había llegado recado para que asistiera a una recepción. Estudió con detenimiento el mensaje, y decidió asistir. Debía empezar por algún sitio y una recepción ofrecida por el propio gobernador de la isla era el lugar propicio para sus indagaciones. Su llegada a la isla no había pasado desapercibido para nadie; es más, el propio Primer Ministro también se había encargado de ello. Como era de esperar su verdadera identidad no había sido rebelada para no poner en sobre aviso a los conspiradores. En su lugar, lord Huxley, sería un comerciante recién llegado a Port Royal con ansias de abrirse camino en el próspero mundo de las plantaciones de azúcar.

-Sin duda sois el señor Stewart –dedujo el gobernador en cuanto lo vio aparecer.

-Así es. James Stewart.

-Os doy la bienvenida a mi casa y a mi pequeña celebración –le dijo mientras James, echaba un vistazo alrededor y comprobaba que lo de pequeña era una farsa.- Espero que os hayáis instalado ya en vuestra residencia y que todo sea de vuestro agrado.

-Así es. Gracias.

-Dejadme que os presente a algunas personalidades de la isla.

James lo siguió hacia un reducido grupo que charlaba animosamente. Su mirada escrutaba sus rostros a medida que se acercaba, pero había uno que no lograba ver. El de la mujer que le daba la espalda en esos momentos. Solamente podía percibir una cascada de rizos negros como la noche, en contraste con su vestido en azul. Sus hombros de piel algo tostada parecían suaves y delicados.

-Permítanme que les presente al señor Stewart –anunció el gobernador captando la atención de los reunidos, incluida la mujer.

-Caballeros. Señorita –dijo percibiendo ahora sí, el rostro de trazos delicados de la mujer. Una par de ojos verdes como las esmeraldas lo contemplaron con detenimiento, como si lo estuviera estudiando. James se quedó fijo en aquella mirada que parecía estar retándola a apartar la suya. Pero nada más lejos de la realidad. Lo había atrapado desde ese instante.

-Parece que el señor Stewart sólo tienes ojos para la señorita Laslandes –dijo uno de los invitados a modo de chanza.

-Son los suyos los que hacen que mi atención no pueda apartarse de ella –dijo desviando la mirada hacia su interlocutor impidiéndole ser testigo de la sonrisa sensual que se había dibujado en los labios de la mujer.

-El señor Stewart ha llegado a la isla para hacer negocios. Espera asentarse y cultivar azúcar –les informó el gobernador.

-Interesante, señor Stewart. Al menos el azúcar no os lo quitará ese pirata francés –dijo un hombre de prominente barriga, con una sonrisa irónica.

-¿Habéis perdido vuestro cargamento lord Hurlington? –le preguntó el gobernador.

-Mi último envío a Londres cayó en manos de ese malnacido. Y París no hace nada por detenerlo. Eso es intolerable.

-En Francia no reina Luis. Es ese cardenal quien dirige la política de Francia –dijo otro de los invitados.

-Oh vamos, creo que estamos aburriendo a la señorita con nuestros asuntos políticos –se percató el gobernador.

Todos los presentes se centraron en ella, pero uno en especial la estudiaba detenidamente. ¿Qué hacía aquella mujer tan hermosa entre aquellos hombres? ¿Acaso tenía negocios que se habían visto afectados por los ataques de ese pirata francés?

-Nada más lejos de la realidad, caballeros. He de decir que me interesa todo lo referente a los ataques de los piratas. Yo también he visto mis ganancias mermadas por sus ataques –les informó con toda naturalidad.

-¿Vos? –dejó escapar James por su boca sorprendido por su comentario, pero más aún por la manera en que ahora mismo lo miraba.

-Tengo mi pequeño comercio de telas y joyas que se han visto apresadas por los piratas.

-Vaya, una mujer emprendedora. Lo celebro –admitió James esbozando una sonrisa de complicidad.

- He tenido que buscarme el sustento monsieur Stuart –le aclaró con un toque sensual en su voz al emplear el francés para referirse a él.

-La señorita es huérfana –apuntó el gobernador.

-Lo lamento –le dijo James inclinando levemente su cabeza en señal de respeto, pero sin apartar sus ojos de los de ella. ¿Por qué irradiaban ese brillo tan atrayente?- Entonces, ¿vive usted en la isla?

-Con mi dama de compañía y el servicio –respondió despacio, como si midiera las palabras. Aquel hombre comenzaba a inquietarla con sus preguntas, pero sobre todo con su forma de mirarla tan directa. Tan intensa, que le provocaba un leve pálpito. Un hombre interesante que merecía la pena seguir. Sonrió de manera educada antes de marcharse.- Si me disculpan he de hablar de negocios con una persona.

Todos asintieron en silencio mientras James entornaba la mirada hacia ella. Sus ojos encontraron los de ella, que como un faro lo atraían. Sonrió de manera cínica mientras se volvía con todo descaro para verla alejarse de manera sensual con cada paso.

-Una mujer más que interesante –no pudo evitar de comentar James al volverse hacia los demás.

-La señorita Laslandes es una mujer exquisita –señaló uno de ellos.

-Fascinante –apuntó un segundo.

“Fascinante, sí y misteriosa”, pensó James mientras pensaba en la manera de volverla a ver.
 
Deambuló por la casa charlando amistosamente con los allí reunidos, aunque en su mente la imagen de la señorita Laslandes no le permitía centrarse en su cometido. Sus pasos lo condujeron hasta el jardín, hasta donde llegaba la agradable brisa del mar. El calor no era tan sofocante como en un principio había supuesto al llegar a la isla. La noche era perfecta para pasear o disfrutarla como él estaba haciendo en esos momentos. De repente el sonido de dos voces, que parecían estar discutiendo acaloradamente, detuvo sus pasos y captó por completo su atención. Sabía que estaba mal escuchar las conversaciones ajenas, pero aquella parecía bastante interesante a juzgar por el tono de las voces. Se situó tras unos setos cercanos al lugar donde discutían, y prestó atención cuando escuchó que uno de ellos hablaba del capitán Dubois.
-Aún desconozco la ruta que tomará el barco, pero espero saberlo esta misma noche. Estad preparados para zarpar en cuanto os mande recado.
James contuvo la respiración al escuchar la voz de la mujer. Intentó asomarse para ver si era quien sus sospechas creía. Pero hacerlo era arriesgar demasiado su situación. Podría ser descubierto, y su misión verse en peligro.
-¿Y si hubiera zarpado ya? ¿Cómo estáis tan segura de que no ha sido así? –la pregunta la hizo un hombre, quien a juzgar por el tono de su voz parecía bastante enojado.

-Sigue anclado en el puerto. No, aún no ha zarpado. De eso estoy segura. Además, tardarán algunos días en meter la carga en la bodega.

-Los hombres empiezan a impacientarse –le dijo con un tono que se acercaba a la amenaza.

-No es culpa mía que todo se esté retrasando más de lo normal –le dijo con desdén y retándolo con la mirada.

-Sabed que si me estáis mintiendo…-le dijo sujetándola del brazo mientras esgrimía ante ella el filo de un cuchillo.

-¿Qué haríais? Si os atrevéis a tocarme un solo pelo, o intentáis amotinaros ya sabéis lo que os espera. No olvidéis quien vela por mi seguridad –le dijo muy segura de sus palabras.- Y ahora marcharos. No quiero que nadie os vea y pueda relacionaros conmigo.  

-Procurad que el barco zarpe en esta semana –le dijo como si de una amenaza se tratara.

El hombre la miró una última vez y emitió un gruñido antes de desaparecer dejándola completamente sola. Cerró los ojos e inspiró profundamente, pensando que el aire calmaría su azorado pecho. Sin embargo, cuando parecía que lo iba a lograr una voz a su espalda la hizo volverse mientras su corazón le golpeaba las costillas sin piedad.

-Buenas noches señorita Laslandes –le dijo con un voz ronca y seductora, que le provocó un ligero sobresalto.

Durante unos minutos ninguno de los dos dijo una sola palabra más. Ambos parecían estar estudiándose en la quietud de la noche. El leve sonido de las olas rompiendo en la playa pareció distraer a James por un momento de su actual cometido. Una luna redonda y blanca gobernaba el cielo junto a su corte de estrellas. Mientras en la tierra el olor de las flores impregnaba todo el paseo. El marco era idílico para aventurarse en brazos de aquella hermosa mujer, quien por otra parte tramaba algo. Lo había intuido desde que la vio al principio de la noche. Sus ojos refulgían como dos gemas, pero su mirada era bastante peligrosa. Como si le estuviera advirtiendo del peligro que corría por estar allí. Y ahora después de la conversación mantenida… 

-Buenas noches Monsieur Stuart –le correspondió con una enigmática sonrisa mientras entornaba sus ojos. Por un momento el sobresalto la invadió. Por un instante no había sido consciente de su presencia y de lo que podría representar. Por eso tras un momento de duda, un temor desconocido se adueñó de su ser. “¿Habría escuchado la conversación mantenida con aquel hombre? ¿Cómo podía estar segura que no lo había hecho?”  Sintió como todo su cuerpo se tensionaba, y el rictus de su rostro se modificó.

-¿Qué hace una mujer como vos en un lugar tan idílico como éste? –le preguntó paseando su mirada por todo el jardín al tiempo que extendía sus brazos como si quisiera abarcarlo.- Y sola –matizó con toda intención.

-Necesitaba tomar el aire de la noche –le respondió sin darle mayor importancia.- Y sí, la verdad es que prefería estar sola que acompañada.

-Vaya, es extraño –murmuró James frunciendo el ceño y entornando su mirada.

-¿Por qué decís eso?

-Porque hace un momento me pareció escuchar una conversación algo acalorada a juzgar por los tonos de voz –le dijo con toda intención observando detenidamente como cambiaba el gesto de su rostro.- Y puedo asegurar que no era muy lejos de donde vos os encontráis.

Se quedó paralizada. Sin saber qué respuesta dar. Había estado cerca de ellos. ¿Qué sabía? ¿Hasta que punto había escuchado? Un ligero temblor se adueñó de su cuerpo. Volvió el rostro hacia el jardín y comenzó a caminar en un intento por alejarse de él. Sin embargo, James la siguió. Se había dado perfecta cuenta que ella le ocultaba algo.

-Lo cierto es que no he escuchado nada y llevaba un rato tomando el aire aquí fuera.

-Entiendo. Es raro que no lo hayáis escuchado estando aquí, y yo… Bueno es igual olvidadlo –le dijo mostrando cierta falta de interés en el tema.

-No suelo interesarme por las vidas ajenas. Si es cierto que había alguien discutiendo no es de mi incumbencia. Tal vez fueran una pareja de enamorados –le refirió mirándolo fijamente y sintiendo el extraño poder que su presencia ejercía sobre ella. No había conocido a ningún hombre que exhalara tanta seguridad y fuerza.- Le repito que estaba sola.

-En ese caso tal vez debería permitiros continuar con vuestra soledad…

James sonrió mientras inclinaba su cabeza en señal de respeto y hacía ademán de alejarse de ella. Ella lo contempló dar la vuelta, pero un impulso repentino la obligó a detenerlo sujetándolo por el brazo. James se volvió sorprendido por ese gesto. ¿Qué tramaba?

-No hace falta que os marchéis. Además, un poco de compañía me sentará bien.

-¿Habéis cambiado de opinión? –le preguntó perplejo y con un toque de ironía en su voz, mientras ella se limitaba a asentir.- En ese caso estoy a vuestra entera disposición –le profirió sonriendo de manera irónica.

-Decidme, ¿cuándo habéis llegado a Port Royal?

-Hace unos días.

-¿Pensáis permanecer mucho tiempo aquí?

-Eso dependerá.

-¿De qué? –le preguntó deteniendo su paseo y mirándolo desconcertada.

El olor de los jazmines impregnaba todo el paseo al tiempo que una ligera brisa mecía las hojas de los árboles emitiendo una ligera melodía. James no dejaba de admirarla mientras el creciente deseo de besarla se enroscaba a su cuerpo como una serpiente. Aquella desconocida era hermosa sin importarla qué tuviera que esconder.

-Dependerá de si encuentro algo interesante por lo que merezca la pena quedarme aquí.

-En ese caso, ¿qué buscáis monsieur? Todos buscamos algo.

-Tal vez lo que yo estoy buscando esté más cerca de lo que creía en un principio –le susurró cuando ella se detuvo bajo una arcada de rosas, que arrojaban su aroma al aire nocturno. Sonrió divertida ante aquel comentario. Pero nerviosa por la proximidad de sus cuerpos, que en esos momentos se rozaban tímidamente.- ¿Y vos? ¿Qué buscáis?

-Aún no lo he decidido.

-¿Qué os detiene a hacer una elección?

-En ocasiones lo que deseamos no es lo que más nos conviene. O está fuera de nuestro alcance. Debemos meditarlo.

-¿Y quién puede decir ahora lo que me conviene o no en este momento? –le preguntó arrastrando sus palabras peligrosamente mientras la piel de ella se erizaba. James se acercó aún más, siendo consciente del peligro que corría, pero que por otra parte no parecía querer evitar. Si sus sospechas eran ciertas, y aquella mujer tenía algo que ver con ese pirata francés… que Dios le perdonará, porque él no podría.

-Cuidado Monsieur, tal vez descubráis que lo que deseáis no es lo más apropiado para vos –le susurró a escasos centímetros de sus propios labios, mientras sentía como la rodeaba lentamente con sus brazos, como se dejaba envolver por aquella caricia, por aquel deseo de sentirlo junto a ella.- Corréis peligro.

-No lo dudo, pero os advierto que el peligro ha sido una constante en mi vida.

-Este es aún mayor –le susurró mientras no podía controlar sus manos, las cuales ascendían por sus brazos en dirección a su cuello. Ni podía controlar a su agitado corazón, ni sus incomprensibles deseos de besarlo. Sus piernas flaqueaban por la sensación de bienestar a la que él la había arrastrado; el deseo palpitaba en su interior como una llama que amenazaba con arrasarlo todo a su paso. Se humedeció los labios lentamente, de manera sensual, preparándolos para recibir los de él.

-No lo dudo. Sé que con vos corro un gran peligro, pero me arriesgaré de todas maneras. Vos lo merecéis –le susurró antes de que sus labios tomaran posesión de los de ella.

Sintió un leve roce en un primer momento. Como si el viento acariciara sus labios. Lentamente los abrió permitiendo que su lengua invadiera su boca y se entrelazara de manera frenética con la suya. Sintió como él la atraía hacia su cuerpo, como el deseo latía en su interior, como las ansias de besarla eran más fuertes que su cordura. Y entonces se dejó arrastrar por la llama de la pasión; se dejó consumir por el deseo febril que lo poseía. Sus manos recorrieron su espalda emitiendo descargas que sacudían el cuerpo de ella. La sintió hambrienta de besos y caricias. Y se convirtió en su esclavo sin pretenderlo. Su boca recorrió su cuello y descendió hacia su escote, donde se detuvo cubriéndolo de besos, que provocaron que el deseo aumentara. Cerró los ojos y se abandonó a sus deseos de mujer apasionada.


Se había despertado hacía tiempo y ahora permanecía apoyado en el saliente de la ventana mientras los primeros rayos de sol, anunciaban un nuevo día. Su mirada permanecía fija en la mujer que se agitaba bajo las sábanas. Sus cabellos negros como la pólvora resaltaban sobre el blanco inmaculado de la almohada; de igual manera que su bronceada piel, que había recorrido  con sus manos. La había cubierto de besos, se había adentrado en ella sin importarle el precio que debería pagar al final. Sólo era consciente de que debía amarla aquella noche. Recordó como ella lo había dominado en todo momento, como se había sentado ahorcajadas sobre él y como lo había conducido hacia su interior en medio de una vorágine de besos, de caricias, de palabras susurradas, de promesas, de peticiones, de gemidos… Su boca experta había sido creada para besar, para lamer, para seducir sin piedad, para volver loco a cualquier hombre, y ¡su cuerpo!... Nunca había tenido uno igual entre sus manos, sobre el suyo propio. Jamás había conocido criatura como ella. Recordó su mirada entre el velo del deseo febril que la poseía, y como había profundizado sus besos mientras enmarcaba su rostro entre sus manos.

Trató de apartar todos esos recuerdos de su mente y concentrarse en la mujer. Pero no desde el punto de vista sexual, sino en el misterio que encerraba. No había olvidado su conversación con aquel hombre. Si era lo que se temía, había tomado la decisión acertada al haber hablado con el gobernador justo antes de despedirse de él. Le había advertido de sus sospechas y si eran ciertas evitaría que ese capitán Dubois se hiciera con el cargamento del Tesoro Real.

Se había incorporado sobre sus codos y ahora entrecerraba sus ojos para mirarlo. La sábana le cubría sus voluptuosos pechos, en los que James fijaba ahora su mirada, y sonreía con picardía al recordarlos la noche pasada. Madeleine inspiró hondo mientras trataba de pensar como habían acabado allí. Sonrió al tiempo que sacudía su cabeza como si quisiera rechazar esa idea, pero el mero hecho de recordar la experiencia vivida provocaba que su piel se erizara, y que el deseo volviera a llamar a sus puertas.

-¿Por qué me miras de esa manera? –le preguntó sintiendo la intensidad de su mirada recorriendo cada centímetro de su piel al descubierto.

-Tal vez seas tú la que me provoques esas miradas.

Madeleine sonrió burlona.

-No esperaba verte esta mañana.

-Digamos que no tenía prisa por ir a ninguna parte.

-¿Y tus negocios? Anoche escuché que querías establecerte en la isla…

James sonrió divertido. No podía creer que se hubiera tragado esa información.

-Mis asuntos están resueltos.

Aquellas palabras la cogieron por sorpresa. Pero más aún el rictus de su rostro, su mirada, y su sonrisa de triunfo. Sin saber por qué recordó la conversación en el jardín con uno de sus hombres. La presencia de él cerca. ¿Tendría que ver algo con todo aquello? No, claro que no. Él no tenía ni idea de quien era ella. Y mucho menos de lo que estaba haciendo. No tenía porqué preocuparse. Por otra lado no era conveniente tenerlo mucho tiempo cerca. Lo que él había despertado en su interior nadie lo había conseguido anteriormente. Eso era peligroso para ella. No podía permitirse ser esclava de sus caricias y de sus besos por mucho que los anhelara. Debería abandonar la cama y seguir con su vida en la que él no tenía cabida.

-¿Tienes prisa? –le preguntó él al verla salir de la cama como si de una ninfa se tratara.

-Yo si he de atender mis negocios.

James sonrió y chasqueó la lengua.

-Lo olvidaba. Dime, ¿perdiste mucho dinero con tu último cargamento?

Madeleine se volvió hacia él mientras cubría su desnudez con una bata y lo miraba con naturalidad.

-Bastante, ¿por qué? ¿Piensas abonar tú las pérdidas? –le preguntó con un toque irónico en su voz.

-¿Debería?

No quería tenerlo tan cerca de ella. No quería que se inmiscuyera en su vida. Permitirle ciertas licencias sería peligroso para ambos si llegara a saber quién era ella… no le dejaría otra opción.  

-No, no necesito nada de ningún hombre –le espetó con cierta furia.- He sabido salir adelante yo sola. Y ahora si me disculpas…

-No tan deprisa –le dijo sujetándola por el brazo y volviéndola hacia él para que sintiera la determinación de su mirada.

-¿Qué quieres? ¿Qué esperas? ¿Te crees con derechos sobre mí porque hayamos compartido mi cama?

-Por supuesto que no.

Se quedó pensativo mientras dudaba sin contarle la verdad de sus pesquisas, de sus planes, pero prefirió dejarlo estar por ahora. Ella sola descubriría lo que más le convenía llegado el momento. Y él estaría allí. Esperándola pacientemente. Sin importarle quien era, o quien había sido. Sin decirle nada más la soltó mientras sus miradas parecían estar manteniendo un duelo.

-¿Qué esperas entonces? –le preguntó alzando el mentó con altivez.

-Nada. No espero nada –le respondió enojado con su comportamiento. Recogió su camisa y su chaqueta y sin decir nada más se marchó dejándola sola en su habitación. Cuando se hubo marchado sintió que la tensión desaparecía y sus hombros se relajaban. Se sentó mientras su cabeza daba vueltas, y el desanimo se apoderaba de su pecho. Era la primera vez que permitía a un hombre llegar tan lejos y tan cerca a la vez. Tan lejos como para entregarse en una noche de pasión, y tan cerca de su corazón.

 
-¿Hicisteis lo que os pedí?

Fue lo primero que dijo nada más entrar en el despacho del gobernador de Port Royal. Lo encontró sentado tras su mesa revisando varios papeles. Al verlo entrar levantó su mirada de éstos.

-Deberíais explicarme quién os creéis que sois para hablarme de esa manera –le espetó algo molesto por sus palabras.

-Si estoy en lo cierto evitaré que el Tesoro Real caiga en manos de los piratas.

-¿Por qué debería fiarme de vos? Sé que traéis referencias de Londres pero bien podrían… ¿Qué esto? –le preguntó mientras cogía un documento que James le tendía.

-Nadie sabe quien soy en realidad, salvo vos –matizó dejando claro la situación en lo que esta le dejaba.

-¡Lord Huxley! –exclamó el gobernador al terminar de leer el documento.

-He venido por orden del Primer Ministro para averiguar quien está detrás de los asaltos a los mercantes ingleses.

-Vuestra fama os precede, pero decidme, ¿tenéis ya una idea de quien pudiera estar detrás de todo esto?

James se quedó con la mirada fija en un punto mientras su mente bullía de pensamientos encontrados. De imágenes de una noche de pasión en brazos de la mujer más deseable que había conocido, pero que al mismo tiempo levantaba sus sospechas.

-Aún no. Pero creo ir en el camino adecuado.

-Entonces, ¿qué sugerís?

-Que la carga sea transportada a otro navío. Dejad que el Tesoro Real zarpe rumbo a Inglaterra sin nada más que baratijas para que los piratas se queden con ellas. Haced correr la noticia de que zarpará dentro de dos días.

-¿Y qué haréis vos?

-Preparad una dotación de los mejores hombres para subir a bordo conmigo. Iré en el Tesoro Real.

-Pero… ¡os atacará ese capitán Dubois!

-Eso es precisamente lo que pretendo.

-Pero…

-Tengo órdenes de llevarlo a Inglaterra, vivo o muerto.

 
La noticia de la partida del Tesoro Real corrió como la pólvora en Port Royal. James era consciente que eso alertaría a los hombres del capitán Dubois, y que los mantendría ocupados. Eso incluía a Madeleine, quien durante los dos siguientes días a su encuentro, a penas si se había dejado ver. La noche antes de que el barco zarpara recibieron la noticia de que estaba indispuesta, y que no asistiría a una de las recepciones que se celebraban. James se mostró satisfecho y confiado por el resultado que la noticia de la partida del navío había provocado en ella.
 
A la mañana siguiente James zarpó a bordo del Tesoro Real mientras otro navío cargado con el oro y la plata para Londres zarpaba escasas horas después, por una ruta diferente. Confiaba en que el capitán Dubois estuviera tan atareado preparando el ataque, que no se diera cuenta del engaño. En ese momento sus pensamientos volvieron a Madeleine. No había conseguido olvidarla pese a que su despedida no había sido de lo más cortés. Pero confiaba en poderse ver pronto.

-Señor, una vela –le informó el contramaestre en cuanto la divisó a lo lejos.

-Bien, mantén el rumbo –le dijo mientras observaba por el catalejo.- Seguramente nuestro querido capitán Dubois quiera hacernos una visita. Que los hombres estén en sus puestos.

-Sí, señor.

-Por fin das la cara Dubois. Pues veremos como se te queda cuando veas lo que hay en las bodegas –comentó para él mismo mientras esbozaba una sonrisa irónica.


Le Diable cortaba las aguas y el viento a gran velocidad. Su capitán había puesto a todos sus hombres a la maniobra. No quería darle tregua al Tesoro Real. Además, la tripulación estaba ansiosa por apresarlo. La carga de sus bodegas los haría un poco más ricos.

Sobre el castillo de proa, James observaba con detenimiento como se acercaba a ellos. Había mandado desplegar todo el trapo para así ser más rápidos. Sonrió divertido al comprobar el ansia que demostraba ese capitán francés por hacerse con su cargamento.

-Señor, están muy cerca.

-Dejadlos que se acerquen un poco más. Tened las mechas listas.

No había terminado de decirlo cuando un sonido atronador invadió el aire. Era como si el cielo se estuviera partiendo en dos; o las propias puertas del infierno se hubieran abierto. Los cañones de le Diable habían hablado anunciando su llegada.

-¡A vuestros puestos! –ordenó intentando hacerse oír por encima del estruendo de los cañones.

La nave pirata se acercaba cada vez más haciendo que sus disparos de artillería fueran más certeros. Y aunque el Tesoro Real respondía como mejor podía, su dotación no tenía mucho que hacer frente a Le Diable. James fue testigo de como la borda de estribor saltaba en mil pedazos, y como varias piezas de artillería quedaban inutilizadas. El olor a pólvora impregnaba el aire, y el humo era una cortina que no le permitía ver a sus oponentes.

-¡Al abordaje! –fueron las palabras que logró escuchar mientras desenvainaba su sable para repeler a los piratas.

-Recordar que el capitán Dubois es mío –le gritó a los hombres antes de enzarzarse en una encarnizada lucha.

En un instante el ruido producido por el entrechocar de sables fue lo único que se escuchó. James se desembarazó de dos hombres con diestros golpes de muñeca. Por un instante alzó la mirada buscando al capitán Dubois para ajustar cuentas. Recorrió la cubierta buscándolo entre la multitud, y cuando finalmente dio con él, o mejor dicho con ella no pudo evitar sentir la satisfacción del momento. Le tocó en su hombro con su espada captando su atención. El capitán Dubois se volvió con audacia y rapidez para quedarse clavado frente a él. Sintió que su cuerpo quedaba paralizado por la visión, que sus músculos se negaban a continuar con la lucha, que sus piernas parecía que fueran a perder la estabilidad, sintió que su boca se secaba, que la sangre de sus venas se le helaba, y que su corazón se negaba a seguir latiendo.

-Celebro veros, mademoiselle. No me habéis defraudado –le retó esgrimiendo un sonrisa cínica y el filo de su espada en alto. Estaba arrebatadora con aquella fina camisa de hilo entreabierta dejando ver el valle de sus pechos, sus cabellos ocultos bajo un pañuelo dejando libre algunos mechones, sus caderas marcadas por los pantalones ceñidos y aquellas botas de piel negras. El deseo se apoderó de él por un instante.

-¿Vos? Sabíais que era yo… Aquella noche… en el jardín…-comentó mientras la mirada de él le causaba estragos. Los recuerdos de aquella noche se adueñaron de su mente torturándola. Era como si el hecho de recordarlo le erizara la piel. Sus caricias por sus piernas, sus labios en sus pechos, su cuerpo bajo el de ella, la pasión, el deseo,…

-Bueno, eso y algunas averiguaciones que hice después.

Madeleine no se lo pensó dos veces y levantó su espada dispuesta a matarlo, pero James logró detener el golpe sin reparo. Sonrió al verla esforzarse en toda su plenitud para herirlo. El duelo captó la atención de los demás hombres de Le Diable, que en seguida los rodearon. Madeleine se batía de manera prodigiosa. En su pecho latía el ansia por acabar con él, por haberla seducido, por haberla utilizado de aquella manera. La había espiado a sus espaldas, mientras ella sufría en silencio por su amor. Por su ausencia. Por tener que sacrificarlo por su misión. Y ahora…

El choque de los aceros hacía saltar chispas, al igual que el encuentro de sus miradas. James se vio acorralado contra la borda mientras ella se abalanzaba presta a acabar con él. James aguantó su empuje mientras el filo de su espada se acercaba a su rostro. La rodeó por la cintura con la mano que tenía libre mientras no apartaba su mirada de la de ella. Sentía sus pechos sobre él, sus muslos rozando sus piernas, sus labios entreabiertos tomando aire, el pañuelo se había caído liberando por completo sus cabellos, que ondeaban ahora libres como el látigo de siete colas, que se empleaba en la marina para castigar a los marineros díscolos.

-Sois mejor amante que espadachín –le dijo provocando la furia en ella mientras sentía la mano de James sobre su cintura provocando mil y un tormentos. La empujó lejos de él mientras tomaba aire y volvía a recibirla.- Hacéis honor al nombre de vuestro navío, mademoiselle. Sois el mismísimo diablo.

Volvieron a encontrarse pero en esta ocasión ella consiguió engañarlo con una salida en falso por la derecha que acabó por desarmarlo. Sintió la punta de su espada bajo su mentón. Su mirada llena de odio, su respiración agitada, sus pechos subiendo y bajando bajo la camisa, sus labios entreabiertos mientras se los humedecía con su lengua. Sabía que estaba a su merced, pero no pediría clemencia.

-¿Qué decíais? –le preguntó mientras la presión de la espada le obligaba a alzar el mentón.

-No vais a matarme. Y vos lo sabéis tan bien como yo.

En ese momento, la voz de los hombres la distrajo.

-Capitán, mirad –le dijo exponiendo ante ella un cofre lleno de baratijas.

Madeleine lo miró de soslayo por un breve momento antes de volver a fijar su mirada en James, quien ahora esbozaba una sonrisa de triunfo.

-¿Qué os hace tanta gracia? –le preguntó mientras devolvía la espada a su vaina pero extraía una pistola que llevaba bajo el fajín.

-Eso es todo lo que encontraréis en las bodegas de este navío.

Aquellas palabras provocaron un silencio primero entre los hombres de Madeleine. Y un murmullo y señales de protesta.

-¿Dónde está el resto del cargamento? –le preguntó apretando sus dientes mientras esgrimía su pistola apuntándolo.

-En otro barco rumbo a Londres.

Aquella respuesta no la esperaba ninguno de los presentes. El rostro de ella se volvió pálido, toda expresión de triunfo desapareció sin dejar rastro.

-Vamos capitán Dubois, o debería llamarte Madeleine. ¿Esperabas que después de descubrir quien eras te lo pusiera tan fácil? –le preguntó con una mezcla de burla y enojo en el tono.- ¿Por quién me tomaste?

-¡Callaros! –le espetó mientras lo abofeteaba presa de la rabia que sentía por haber sido burlada.

-Veo que he conseguido engañaros, capitán Dubois –le dijo sonriendo mientras sentía la rabia propia de alguien que siente que está traicionando a la única mujer que le había interesado.

Por un segundo se sintió traicionada, abatida, derrotada. Inclinó la cabeza y cerró los ojos tratando de pensar claramente que estaba sucediendo, pero cuando quiso darse cuenta, James la tenía aferrada a él. Un brazo rodeaba su cintura de nuevo y en el otro sostenía su pistola.

-Si alguno se acerca ella morirá –dijo con el gesto serio mientras el cañón de su pistola apuntaba directamente a la cabeza de ella.

La sintió temblar por un instante mientras sus cuerpos permanecían juntos. Madeleine sentía el roce de su brazo bajo sus pechos y como éste le producía una sensación extraña, pero agradable a la vez.

-No importa que la matéis. Si lo hacéis nombraremos a otro capitán –le dijo un tipo alto con una prominente barba.

-Vaya, capitán, veo que vuestra tripulación no os tiene en demasiada estima.

Intentó revolverse bajo su abrazo pero lo único que consiguió fue rozarse contra su cuerpo una vez más.

-Es toda vuestra.

-Tal vez queráis hacer un trato

Madeleine miró de reojo el rostro de James y después a sus hombres. ¿Qué pretendía? Apretó sus dientes con furia.

-Estaos quietecita –le dijo con cariño, como si fueran amantes.- Os la cambio por la carga del Tesoro Real y todo lo que os apetezca. Eso sí, dejad el barco en un estado aceptable para que pueda navegar hasta Londres.

-¡Malnacido, me cambias por unas baratijas! –le dijo rechinando sus dientes.

-Os estoy salvando la vida –le susurró acercándose sus labios a su oreja. Aspiró la fragancia de sus cabellos, a sal, a mar. Su suavidad rozó sus labios instándolo a besarla. Pero no era el lugar ni el momento.

-¿Qué haréis con ella?

-Eso no os incumbe. También os advierto que a escasas leguas se encuentra un navío de la armada británica en el Caribe. SI os encuentran aquí no os darán tanto tiempo para pensarlo. ¿Qué decís? ¿La carga del Tesoro Real a cambio de ella. Y de que podréis marcharos?

-¡Sois un cerdo!

-Puedo parecerlo pero no lo soy. Apuesto a que con el tiempo cambiareis de opinión y acabareis llamándome, amor mío.

-Ni en sueños.

-Os recuerdo que ya me lo dijisteis una vez –le recordó con toda intención mientras los recuerdos de la noche compartida volvían a su mente. ¿Se lo había dicho? No podía recordar todas las palabras susurradas en mitad de la pasión, del desenfreno,…

-Está bien. Es toda vuestra.

James sonrió complacido por la respuesta mientras Madeleine no podía dar crédito a lo que acababa de suceder. Su propia tripulación la dejaba en manos de aquel inglés. Vio como los hombres recogían las baratijas y algunos objetos de valor antes de regresar a su navío. En todo momento Madeleine siguió presa del abrazo de James, mientras sentía el frío cañón de su pistola en su cabeza. Pero, ¿por qué intuía que él no se atrevería a dispararla? Por primera vez sonrió pese a la tensión. Por lo mismo que ella tampoco lo haría.

-Señor, ¿por qué habéis hecho ese trato con los piratas?

James sonrió mientras la miraba a ella apoyada en la borda contemplando como Le Diable se alejaba sin ella. Malditos, pensó mientras apretaba sus puños y golpeaba la borda.

-Señor Morrison, me encargaron apresar al capitán Dubois a cualquier precio –comenzó diciéndole mientras Madeleine no comprendía a qué se refería. Miraba a James con perplejidad.- Y ya lo tengo –concluyó mientras su mirada se quedaba clavada en la de ella.

 

-¿Piensas llevarme a Londres para entregarme? –le preguntó a solas en su camarote mientras quedaba de pie frente a él.

-Pienso llevarte a Londres, sí.

-No pienses que conseguirás entregarme a la justicia. No te lo pondré fácil –le rebatió mientras apoyaba sus manos sobre la mesa y lo miraba fijamente mientras su pecho palpitaba.

-Ya lo sé.

-¿Lo sabes? –le preguntó sorprendida mientras él se levantaba de su silla y caminaba dando la vuelta a la mesa. Se quedó de pie frente a ella sumergiéndose en su cristalina mirada.- Soy consciente de que no me lo pondrás fácil, y por ello voy a ofrecerte un trato que espero que sepas valorar.

-¿Un trato? Ya veo como son –le dijo con un toque irónico.- Me has cambiado por un cofre de baratijas.

-Y varios juegos de cortinas, una vajilla de plata, una cubertería, una cristalería… Déjame pensar.

-Te odio –le espetó furiosa arrojando su ira contra él.

-No lo parecía la noche en que nos conocimos.

Madeleine se quedó clavada sin saber qué decir en su defensa. Los recuerdos volvieron a inundar su mente como si de un torrente de agua se tratara. ¿Por qué acudían una y otra vez? ¿Por qué no era capaz de desterrarlos para siempre? James posó sus manos sobre os hombros de ella provocándole una calidez y una quietud que en verdad le hacían falta. Y su mirada… llena de comprensión, de cariño. Podía verlo, podía sentirlo.

-No quiero ningún trato –le dijo sacudiendo su cabeza.

-Pero si aún no sabes que voy a ofrecerte.

-No importa, yo…

-Quédate conmigo.

Las palabras salieron de su boca como si de una detonación se tratara sacudiendo su línea de flotación. Madeleine, creyó que se caería redonda puesto que las piernas no querían responderle. Abrió los ojos al máximo, intentó pronunciar alguna palabra, algún sonido, hacer un solo gesto. Pero todo cuanto intentaba era inútil. Su mente se había bloqueado sin ser capaz de reaccionar. Una risa nerviosa comenzó a estremecer su cuerpo. Miraba a James como si le estuviera tomando el pelo, como si aquello fuese una pesada broma. Pero el rictus serio de su rostro le indicó que era verdad. Que en realidad le estaba ofreciendo ¿qué?... ¿vivir con él? Por favor, nunca se lo había planteado. Su vida era el mar, era independiente y quería seguirlo siendo, pero… Entornó su mirada. Sintió los latidos de su corazón acelerados al pensar en la remota posibilidad de hacer realidad lo que le pedía.

-Quédate a mi lado Madeleine –le pidió en un susurro mientras posaba sus manos sobre su hombros y la mirada directamente.

-No sabes nada de mí…

-Sé lo que necesito. Y eso me basta.

-Es una completa locura, yo…

-¡Entonces que me declaren loco¡ ¡Que me encierren! –gritó en alto mientras ella se quedaba sin palabras ante sus gestos.- Pero nunca sanaré de mi locura si tú no estás a mi lado –le susurró mientras le pasaba la mano por la mejilla con suavidad, con delicadeza. Madeleine, en un movimiento inconsciente, posó su mano sobre la de él para que no la apartara. Para sentir su calor. Lo miró a los ojos mientras reía.

-¿Por qué? Viniste a buscarme para entregarme a la justicia inglesa… -trató de explicarle en un intento por ordenar cada uno de sus pensamientos. Era cierto que ella sentía por él algo extraño, profundo en su pecho. Algo que la hacía sentirse querida, protegida. Ningún hombre la había mirado como él. Ni le había susurrado palabras de amor.

-Vine a buscar al capitán Dubois, y encontré mi mayor tesoro.

-¿Qué pasará si no me entregas? ¿Qué te sucederá? –le preguntó preocupado por él. No podía evitarlo. Le preocupaba su destino.

-Siempre puedo decir que el capitán Dubois se escapó camino de Londres –le confesó sintiendo que estaba traicionando a su país, a la Corona,… pero no lo haría con su corazón.

-¿Traicionarías a tu país por mi? –le preguntó sin poder creer que fuera a hacerlo.

-Ya lo he hecho al salvarte la vida en tu barco. Y ahora al tenerte aquí.

La miró fijamente mientras sentía que se hundía en su mirada. Le pasó el pulgar por sus labios mientras esbozaba una sonrisa de complicidad. Madeleine no quería pensar si aquello era lo más conveniente. Salvaría su cuello de la horca, a cambio de quedarse con él.

-Rinde el pabellón de tu navío capitán Dubois –le susurró en sus labios antes de estrecharla ente sus brazos y apoderarse de sus labios.

Madeleine sintió su deseo por besarla, pero también su ternura y su calidez en sus labios. Permitió que su lengua buscara a su compañera y juntas danzaran de manera frenética mientras ella se apretaba más y más contra su cuerpo sintiendo el golpe de la pasión, el deseo palpitando en su cuerpo. La cogió en brazos y la llevó hasta la cama sin dejar de besarla ni un solo instante.

 

Londres, algunas semanas después

-¿Se escapó? Pero, ¿cómo ha sido posible lord Huxley? –le preguntó el Primer Ministro sorprendido por tan grave situación.

-No lo sé, señor. Imagino que contó con ayuda.

-¿Ayuda decís? –le preguntó contrariado.

-Hombres del cardenal Richelieu. Nos estaban esperando. No pensé que pudiera suceder.

-¿Qué sucedió?

-Al llegar a Dover, un hombre me dijo que el carruaje lo mandaba el gobierno para recogerme y conducirme a Londres. No sospeché nada por el camino hasta que nos detuvimos en una posada. Y entonces… entonces el capitán Dubois desapareció.

-¿Sin más?

-De repente. Os juro que estuve cerca de él en todo momento. Sin embargo, comencé a sentirme mareado, cansado. Seguramente pusieron algo en mi jarra de vino que hizo que me quedara dormido. Momento que el capitán Dubois aprovechó para escapar.

El Primer Ministro apretó contrariado sus puños, y airado por la situación.

-Confiemos que regrese a París y nos deje tranquilos durante algún tiempo. Por fortuna vuestro plan, para trasladar la carga en otro navío, resultó efectivo. Todo el cargamento llegó a su destino.

-Es una buena noticia.

-Sí que lo es. En fin, os estoy agradecido por vuestro trabajo. No se pudo atrapar al capitán Dubois, pero la carga del Tesoro Real llegó a su destino. ¿Podré contar con vos en el futuro?

-Me temo que no señor –le dijo comprobando el gesto de sorpresa en el Primer Ministro.- Tengo intención de pedirle a una amiga mía que se casa conmigo.

-En ese caso debo felicitaros. Decidme, ¿quién es ella?

-Oh, es una vieja amistad. Creo que es hora de que asiente la cabeza y me retiré del servicio activo.

-Sin duda que os lo merecéis. Os deseo mucha felicidad lord Huxley.

 
James regresó a su casa a las afueras de Londres, donde esperaba encontrar a Madeleine. Durante esos días pasados en la capital se había dado cuenta que la echaba de menos, y que era la primera vez que sentía algo parecido por una mujer.

Lo distinguió a lo lejos sobre su caballo. Era imposible que se equivocara cuando su corazón latía de aquella manera. Sintió júbilo por tenerlo de vuelta, pero al mismo tiempo el temor a lo que pudiera haber sucedido estos días en Londres la angustiaba. ¿Y si no había logrado convencer al Primer Ministro? ¿Y si descubrían finalmente quien era ella? Llevaba algunas semanas en su casa y la vida que le había propuesto era más de lo que ella pudo imaginar. Durante su ausencia había pensado en todo lo que había cambiado su vida. Y se asustó cuando descubrió que lo echaba de menos, y que sus deseos por verlo se acrecentaban con cada día que él no estaba en la casa. ¿Qué sentía por él? ¿Lo amaba como para realmente quedarse a su lado?

Nada más descender de su caballo se apresuró hacia ella para estrecharla entre sus brazos y mirarla con devoción. Aquella mirada de ojos tan brillantes que lo había atrapado la primera vez que se vieron, aquellos labios tan seductores, su sonrisa, su rostro…

-¿Cómo fue todo? –le preguntó entornando su mirada y bajando la voz. Sintiendo el temor por un fatal desenlace.

-No tienes de qué preocuparte. He sido muy convincente.

-Entonces… ¿no corro peligro?

-No hay nada que pueda relacionarte con tu anterior vida.

Una sonrisa de felicidad se dibujó en su rostro mientras no podía dar crédito a las palabras de James. ¡Era libre! Libre para hacer e ir donde quisiera sin peligro de ser reconocida. Además, desde que había llegado a la casa de James, su aspecto había variado notablemente, sus ropas, sus cabellos, su piel, los cuidados de las doncellas habían hecho resurgir a una nueva Madeleine. Una mujer enamorada de su hombre.

-Estos días han sido un castigo lejos de ti –comenzó a decirle mientras cogía su rostro entre sus manos y sus pulgares trazaban círculos en sus mejillas.- No sabes cuanto me dolían los brazos por poderte estrechar entre ellos. Cuando he ansiado tus labios, tu mirada en la noche, tus palabras susurrándome…

Ella lo miraba sin saber qué decirle. La emoción de la situación la había atrapado sin dejarle articular una sola palabra. Se limitó a deslizar el nudo de su garganta, mientras sus piernas temblaban y creía que caería de un momento a otro. Se aferró a sus brazos con fuerza mientras en su pecho el sentimiento de mujer enamorada se hacía más latente con cada una de sus palabras. Quería decirle que ella había sentido lo mismo, que lo había echado de menos, que había anhelado sus caricias, sus besos, sus miradas largas y apasionadas en la noche, pero era tal su emoción por escucharle decir aquello, que las palabras se quedaron en su garganta.

-Madeleine, quédate conmigo para siempre. Se mi esposa –le dijo mientras la cogía de sus manos y la miraba con intensidad, con devoción, con amor.

Le pareció que su corazón se saldría de su pecho. Sus ojos se empañaron de emoción. Se soltó de sus manos para llevárselas a sus labios y ahogar el llanto. Aquel gesto conmovió a James, quien se sintió el hombre más dichoso, pues sabía que ella aceptaría. Se alzó sobre sus pies para rodearlo por el cuello con sus brazos y fundirse en un beso. Devoró sus labios mientras las lágrimas caían por sus mejillas llevándose con ella a la mujer que fue en otro tiempo.

-¿Eso es un sí? –le preguntó confuso e irónico mientras entornaba su mirada hacia ella.

-Creo que es evidente que acabo de arriar mi pabellón, amor mío –le susurró presa del nerviosismo, de la emoción, y del amor que sentía por él. Se dio cuenta del apelativo que había empleado, y recordó como él le había prometido que acabaría llamándolo de esa manera.

James no fue ajeno a ello y sonrió de manera cínica.

-Sabía que acabarías por llamarme así. Y me satisface que lo hayáis hecho Lady Huxley –le dijo provocándole un revuelo en su interior al escucharle llamarla así.